… Posiblemente Francia esté hoy obligada a escoger entre el apego a su Imperio y
la necesidad de recuperar el alma. O, más en general, entre un alma y la
concepción romana, corneliana, de grandeza.
Como escoja mal, como la impulsemos a escoger mal lo que es harto probable, no
tendrá ni una cosa ni la otra, sino sólo la más horrible desgracia, que padecerá
sorprendida sin que nadie pueda discernir su causa. Y cuantos son capaces de
hablar, de manejar una pluma, tendrán para siempre la responsabilidad de ese
crimen.
Bernanos lo ha comprendido y ha dicho que el hitlerismo supone el retorno de la
Roma pagana. Pero ¿acaso se olvidó, o nos hemos olvidado, de la influencia que
ha tenido en nuestra historia, en nuestra cultura y todavía hoy en nuestras
ideas? Si por horror a una forma de mal determinada tomamos la terrible
decisión de hacer la guerra con todas las atrocidades que implica, ¿se nos
perdonará que hagamos en nuestra propia alma una guerra menos despiadada a esta
forma de mal? Si la grandeza de tipo corneliano nos seduce por el prestigio del
heroísmo, también puede seducirnos Alemania, ya que sus soldados son ciertamente
«héroes». En la actual confusión de ideas y de sentimentos en torno al concepto
de patria, ¿tenemos alguna garantía de que el sacrificio de un soldado francés
en Africa responda a una inspiración más pura que el de un soldado alemán en
Rusia? No, ninguna. Si no comprendemos la terrible responsabilidad que resulta
de ello no podemos sentirnos inocentes en medio de este desenfreno de crímenes a
través del mundo.
Si hay algo por lo que haga falta despreciarlo todo por amor de la verdad, es
eso. Se nos llama a todos en nombre de la patria. ¿Qué somos? ¿Qué desprecio no
mereceremos si al pensar en la patria hay el menor rastro de mentira?
Pero si no son los sentimientos de tipo corneliano los que animen nuestro
patriotismo, ¿por qué móvil los sustituiremos?
Hay uno no menos enérgico, absolutamente puro y que responde por completo a las
circunstancias actuales: la compasión por la patria. Tiene un glorioso
precedente. Juana de Arco decía sentir lástima del reino de Francia.
Pero aun puede alegarse una autoridad infinitamente mayor. En el Evangelio no
hay rastro alguno de que Cristo sintiera por Jerusalén y Judea otro amor que el
que nace de la compasión. Nunca mostró por su país otro tipo de afecto. Sin
embargo mostró compasión más de una vez. Al prever, como era fácil en esa época, la
destrucción que pronto se abatiría sobre su ciudad, lloró por
ella. O le habló como a una persona: «Jerusalén, Jerusalén, cuántas
veces quise…». Aun cargando con la cruz le testimonió su compasión.
Que nadie piense que la compasión por la patria no contiene
energía guerrera. Enardeció a los cartagineses en una de las más
portentosas hazañas de su historia. Tras ser vencidos y casi aniquilados por
Escipión el Africano, sufrieron durante cincuenta años un proceso de
desmoralización respecto del cual la capitulación de Francia en Múnich apenas si
tiene importancia. Quedaron expuestos sin recursos a todas las injurias de los
númidas y, después de renunciar por un tratado a la libertad de emprender la
guerra, en vano imploraron a Roma permiso para defenderse. Cuando finalmente lo
hicieron sin autorización, su ejército fue exterminado. Tuvieron entonces que
pedir perdón a los romanos. Aceptaron entregar trescientos niños nobles y todas
sus armas. Luego sus delegados recibieron la orden de evacuar total y
definitivamente la ciudad para que fuese arrasada. Los legados prorrumpieron en
gritos de indignación y luego en lágrimas.
«Llamaban a su patria por el nombre
y, hablándole como a una persona, le decían las cosas más desgarradoras».
Después rogaron a los romanos que, si lo que querían era hacerles daño,
exterminasen a toda la población, pero preservasen la ciudad, las piedras, los
monumentos y los templos, a los que nada se podía reprochar; añadieron que eso
sería menos vergonzoso para los romanos y harto preferible para el pueblo de
Cartago. Al mantenerse inflexibles los romanos, la ciudad, aun sin recursos, se
sublevó, y Escipión el Africano, a la cabeza de un gran ejército, tardó tres
años en tomarla y destruirla.
Ese sentimiento de punzante ternura por una cosa bella, preciosa, frágil y
perecedera, tiene un calor distinto al de la grandeza nacional. La energía de la
que procede es muy intensa y perfectamente pura. ¿Acaso un hombre no es capaz de
heroísmo para proteger a sus hijos o a sus padres ancianos, los cuales no se
asocian comúnmente al prestigio de la grandeza? Un amor perfectamente puro hacia
la patria tiene afinidades con los sentimientos que le inspiran a un hombre sus
hijos, sus padres ya mayores o una mujer amada. La idea de la debilidad puede
inflamar el amor tanto como la de la fuerza, pero se trata de una llama con una
muy distinta pureza. La compasión por la fragilidad va siempre unida al amor de
la auténtica belleza, pues sentimos vivamente que las cosas verdaderamente
bellas deberían tener asegurada, y no la tienen, una existencia eterna.
Se puede amar a Francia por la gloria que parece asegurarle una existencia
desplegada a lo largo del tiempo y el espacio. O como a algo que, por ser
terreno, puede ser destruido, y cuyo valor es por ello tanto mayor.
Son dos amores distintos; quizá, probablemente, incompatibles, aunque el
lenguaje los confunda. Aquellos cuyo corazón está modelado para sentir el
segundo pueden, por la fuerza de la costumbre, emplear un lenguaje apropiado
únicamente para el primero.
Sólo el segundo amor es legítimo para un cristiano, pues sólo él tiene el color
de la humildad cristiana. Sólo éste corresponde a esa clase de amor que puede
recibir el nombre de caridad.
Nadie piense que tal amor únicamente puede
tener como objeto un país desdichado.
La dicha es objeto de compasión con el mismo derecho que la desgracia, porque es
terrena, esto es: incompleta, frágil y pasajera. Por otra parte, en la vida de
un país siempre hay un cierto grado de desgracia.
Nadie piense tampoco que tal amor ignoraría o desdeñaría la grandeza
auténtica y pura que hay en el pasado, en el presente y en las aspiraciones de
Francia. Muy al contrario. La compasión es tanto más tierna y tanto más punzante
cuanto mayor sea el bien discernible en el ser que constituye su objeto; además,
la compasión predispone a discernir el bien. Cuando un cristiano se representa a
Cristo en la cruz, la compasión por él no queda disminuida por la idea de la
perfección, ni tampoco lo contrario. Pero, por otro lado, ese amor puede abrir
los ojos, sin disimulos ni reticencias, a las injusticias, las crueldades, los
errores, las mentiras, los crímenes y las vergüenzas contenidas en el pasado, el
presente y los apetitos del país sin verse disminuido por ello; simplemente, se
ha tornado más doloroso. Para la compasión el crimen mismo es una razón no ya
para el alejamiento sino para la aproximación; para compartir no ya la
culpa sino la vergüenza. Los crímenes humanos no han disminuido la
compasión de Cristo. Así, la compasión abre los ojos al bien y al mal, y halla
en ambos razones para amar. Es el único amor verdadero y justo de aquí abajo.
En este momento es también el único amor adecuado para los franceses. Si los
acontecimientos que acabamos de atravesar no bastan para advertirnos de que ha
de cambiar nuestra manera de amar a la patria, ¿qué podrá aleccionarnos? ¿Puede
haber algo que despierte más la atención que un mazazo en la cabeza?
La compasión por la patria es el único sentimiento que no suena a falso en este
momento; que es apropiado al estado en que se hallan las almas y la carne de los
franceses; el único que tiene a la vez la humildad y la dignidad adecuadas en la
desdicha, y también la simplicidad que ésta exige por encima de todo. Evocar en
este momento la grandeza histórica de Francia, sus glorias pasadas y futuras, el
esplendor que ha rodeado su existencia, no es posible sin una especie de
rigidez interior que da al tono un algo de forzado. Nada parecido al
orgullo conviene a los desdichados.
Para los franceses que sufren, evocar la grandeza entra en la categoría de las
compensaciones. La búsqueda de compensaciones en la desgracia constituye un mal.
Esa evocación, de repetirse demasiado a menudo, de convertirse en la única
fuente de consuelo, puede causar un daño ilimitado. Los franceses están
hambrientos de grandeza. Pero a los desdichados no es la grandeza romana lo que
les hace falta; o les parece burla, o les emponzoña el alma, como ocurrió en
Alemania.
La compasión por Francia no constituye una compensación, sino una
espiritualización de los sufrimientos padecidos; es capaz de transfigurar
incluso los sufrimientos más carnales, como el hambre y el frío. Quien pase frío
y hambre y esté tentado de sentir lástima de sí mismo puede, en lugar de eso, y
a través de su propia carne aterida dirigir su lástima hacia Francia; entonces
el frío y la sangre harán entrar el amor de Francia por medio de la carne hasta
el fondo del alma. Y tal compasión puede franquear sin problemas las fronteras,
extenderse a todos los países desdichados, a todos los países sin excepción;
pues todas las poblaciones humanas están sometidas a las miserias de nuestra
condición. Mientras que el orgullo de la grandeza nacional es por naturaleza
excluyente e intransferible, la compasión es por naturaleza universal;
únicamente es más virtual para las cosas lejanas y extranjeras y más real, más
carnal, más cargada de sangre, de lágrimas y de energía eficaz para las cosas
próximas.
El orgullo nacional está lejos de la vida cotidiana. En Francia sólo puede
hallar expresión en La Resistencia; sin embargo, muchos no tienen ocasión de
participar efectivamente en ella o no le dedican todo su tiempo. La compasión
por Francia constituye un móvil cuando menos tan enérgico como él para la acción
de resistencia, pero además puede expresarse cotidiana e ininterrumpidamente en
cualquier ocasión, incluso en las más corrientes, por un acento de fraternidad
en las relaciones entre franceses. La fraternidad germina fácilmente en la
compasión por una desgracia que, aun imponiendo a cada uno su porción de
sufrimiento, pone en peligro algo mucho más precioso que el bienestar de cada
cual. El orgullo nacional, ya sea en la prosperidad, ya en la desgracia, es
incapaz de suscitar una fraternidad real, cálida. Entre los romanos no la hubo.
Ignoraban los sentimientos de ternura.
Un patriotismo inspirado en la compasión confiere a la parte más pobre del
pueblo un lugar moral privilegiado. La grandeza nacional sólo constituye un
estimulante para las capas sociales inferiores en los momentos en que cada uno
puede esperar, al tiempo que la gloria del país, una porción personal en esa
gloria tan grande como desee. Así sucedió en los comienzos del reinado de
Napoleón. Cualquier muchacho de Francia, de cualquier suburbio, tenía derecho a
albergar en su corazón cualquier sueño respecto a su futuro; ninguna ambición
era demasiado grande como para llegar a ser absurda. Se sabía que no todas las
ambiciones se cumplirían, pero cada una en particular tenía posibilidades de
cumplirse, y muchas podían cumplirse parcialmente. Un singular documento de la
época afirma que la popularidad de Napoleón se debía menos a la devoción de los
franceses por su persona que a las posibilidades de ascenso, de hacer carrera,
que les ofrecía. Ése es exactamente el sentimiento que aparece en El Rojo y el
Negro. Los románticos fueron niños contrariados por no tener ante ellos
perspectivas de ascenso social ilimitado. Persiguieron la gloria literaria como
un sustitutivo de esas perspectivas.
Pero ese estímulo sólo se da en momentos de desorden. Y no puede decirse que
vaya dirigido al pueblo como tal; pues todo hombre que lo experimenta sueña con
salir del pueblo, con abandonar el anonimato que define a la condición popular.
Esa ambición, cuando está ampliamente extendida, es consecuencia de un estado
social turbado y causa de desórdenes mayores, pues la estabilidad social supone
un obstáculo para ella. Aunque constituya un estímulo, no puede decirse que sea
cosa sana ni para el alma ni para el país. Es posible que tal estímulo ocupe un
lugar importante en el actual movimiento de resistencia; pues, por cuanto
respecta al futuro de Francia, se acepta fácilmente la ilusión, y, en cuanto al
porvenir personal, cualquiera que haya dado muestras de su valor en la
adversidad puede esperar lo que sea en el estado de revolución latente que vive
el país. Ahora bien: si es así, se trata de un peligro terrible de cara al
período de reconstrucción, por lo que urge dar con otro estímulo.
En tiempos de estabilidad social, cuando salvo excepción quienes se hallan en
el anonimato permanecen más o menos en él y ni siquiera sueñan con abandonarlo,
el pueblo no puede sentirse a gusto en un patriotismo fundamentado en el orgullo
y la gloria. Se siente tan extraño como en los salones de Versalles, que, por
otro lado, constituyen su expresión. La gloria es lo contrario del anonimato. Si
a las glorias militares se añaden las literarias, las científicas y demás,
seguirá sintiéndose extraño. Saber que algunos de esos gloriosos franceses
surgieron del pueblo no le aportará ningún consuelo en período de estabilidad;
pues, por surgir de él, dejaron de pertenecer a él.
Por el contrario, si la patria se les presenta como algo bello, precioso,
pero por un lado imperfecto y por otro muy frágil, expuesto a la desgracia,
algo que hay que amar y preservar, se sentirá más cerca de ella que el resto
de las clases sociales. Pues el pueblo tiene el monopolio de un conocimiento,
quizás el más importante: el conocimiento de la realidad de la desgracia.
Por ello comprende mucho más vivamente cuán preciosas son las cosas que merecen
ser sustraídas a la desgracia, cuán obligado está cada uno a amarlas y a protegerlas.
[…]
Sólo la compasión por la patria, la angustiosa y tierna preocupación por
evitarle la desgracia, pueden darle a la paz -y particularmente a la paz civil-
lo que la guerra civil o exterior tiene lamentablemente por sí misma: algo
entusiasmante, conmovedor, poético, sagrado. Sólo esa compasión
puede hacernos recuperar el sentimiento perdido tanto tiempo ha -y, por otro lado,
tan raramente experimentado a la largo de nuestra historia- que expresaba
Théophile en aquel hermoso verso: La santa majestad de las leyes…