— Buenas noches, señor —dijo.
— Buenas noches, Jeeves —respondí.
— Me ha causado usted un sobresalto, señor.
— Nada comparado con el que me ha causado usted a mí. Creí que me estallaba el cráneo.
— Siento mucho haber sido la causa de que experimentase un malestar, señor. Me vi imposibilitado de anunciar mi aproximación, habiendo sido el encuentro puramente fortuito. Usted se ha quedado levantado hasta tarde.
— Sí.
— Difícilmente podría uno desear condiciones más deliciosas para un paseo de noche.
— ¿Es ese su punto de vista?
— Exactamente, señor. Siempre he pensado que hay pocas cosas más sedantes que un paseo nocturno por el jardín.
— Ahá …
— El aire fresco, el perfume de las plantas que crecen … El aroma que puede percibir es tabaco, señor.
— ¿Ah, sí ?
— Las estrellas…
— ¿Las estrellas ?
— Sí, señor.
— ¿Qué les pasa?
— Me limitaba a llamar su atención sobre ellas, señor. Fíjese usted cómo el manto del cielo está incrustado de oro brillante.
— Jeeves ….
— Nunca podremos comprender el menor de esos astros, señor, pero sus movimientos son como los cantos de los ángeles, contemplando los querubines de ojos juveniles …
— Jeeves ….
— Tal armonía está en las almas inmortales. Pero mientras esta fangosa vestidura de suciedad nos recubrar groseramente, no podremos oírlos …
— Jeeves ….
— ¿Señor?
— Podría usted dejar eso, ¿verdad?
— Ciertamente, señor, si usted así lo desea.
— No estoy de humor.
— Muy bien, señor.
— Ya sabe usted cómo está uno a veces…
En cuatro palabras puse a Boko al tanto de la situación.
Había supuesto que mi explicación lo perturbaría un poco, y mi suposición se vio plenamente realizada. He visto a muchas personas quedarse con la boca abierta, pero jamás una cuya mandíbula inferior cayese con esa violencia. Me sorprendió que no se saliese de sus goznes.
— Pero ¿cómo ? …¿Cómo no me di cuenta ?
Esto, desde luego, tenía una explicación sencilla.
— Porque eres un perfecto idiota.
Nobby, que desde el principio del encuentro había estado escuchando erguida en su sila, con los ojos brillantes, emitiendo pequeños ruidos ahogados y mordiéndose el labio inferior con sus dientecitos de perla, apoyó mi frase.
— Idiota —asintió con voz extraña y ahogada— es la palabra justa. Y de todos…
Por preocupado que Boko estuviese, sin duda alcanzó a vislumbrar la cosecha que se seguiría, de permitir que Nobby expusiese abiertamente sus opiniones. Trató pues de detenerla con un gesto torturado.
— Un momento, querida….
— De todos los …
— Sí, sí, …
— De todos los imbéciles …
— Exacto, exacto. Pero espera un segundo, ángel mío. Bertie y yo estamos debatiendo un punto delicado. …
…
Los ojos de Florence brillaron como si alguien hubiera apretado un interruptor.
— ¡ Bertie ! ¡Pero esto es sorprendente! ¿De veras lees a Spinoza?
Es notable cuán facilmente sucumbe uno a la tentación de envanecerse.
Destruye todo lo bueno que hay
en nosotros. Nada hubiera sido más fácil que contestar que
estaba equivocada, que la edición crítica era un regalo
para Jeeves. Pero en lugar de aquella acción simple, viril
y honrada, tuve que estropear todo.
— ¡Oh, ya lo creo! —dije, con un movimiento intelectual de
mi paraguas—. En cuanto tengo un momento libre me encontrarás inclinado
sobre las últimas novedades de Spinoza.
— ¡Bien!
Una sola palabra, pero, al oírla, un temblor recorrió mi
cuerpo, desde la brillantina del pelo hasta la suela de goma de los zapatos.
Fue la mirada que acompañó la frase lo que
me hizo estremecer. Era el tipo de mirada que me había echado
Madeleine Bassett, la vez que fui a Totleigh Towers a
hurtar la jarra lechera del viejo Basset, y ella creyó que
había ido porque la amaba tanto que no soportaba vivir
sin su compañía. Una mirada terrible, tierna y abrasadora,
que me atravesaba, como un atizador al
rojo en una barra de mateca y me llenaba de un miedo indecible.
Ocurre algunas veces, y a menudo tengo que
censurárselo, que este hombre recibe la noticia de
que su joven dueño se está partiendo en pedazos con
un mero “Es molesto, señor”. Pero aquella vez vi
claramente que se hacía cargo de la seriedad de la situación. No
recuerdo que haya palidecido, y ciertamente no dijo “¡Caray!” ni
nada por el estilo, pero se acercó mucho al máximo
de emoción que podía demostrar. La preocupación
era visible en su mirada, y si no hubiera
sido por sus rígidos puntos de vista respecto de la
correcta etiqueta ente amo y criado, creo que me habría dado unas
palmaditas en la espalda.
— Una verdadera catástrofe, señor.
Boko se veía abatido y aplastado, como
si su alma hubiera pasado por una licuadora. Tenía el aspecto inconfundible del
hombre a quien la chica de sus sueños le acaba de decir
lo que piensa de él y no se ha recuperado todavía.
— Hola, Bertie —dijo, con voz apagada.
— Acá estamos, Boko.
— ¡Qué noche!
— Notable.
— ¿No tienes una petaca ?
— No.
— Lástima. Siempre habría que llevar una petaca, para
los casos de peligro. Los perros San Bernardo la llevan, en los Alpes…. Cincuenta
millones de perros San Bernardo no pueden equivocarse. Acabo de
pasar por una gran experiencia emocional, Bertie.
— ¿Te ha encontrado Nobby?
Se estremeció levemente.
— Acabo de hablar con ella.
— Me parecía.
— Se nota en mis aspecto ¿verdad? Sí, supongo que será así.
¿No has sido tú quien le ha hablado
de aquellos artículos para bromistas, no?
— Por supuesto que no.
— Alguien le ha contado.
— Tío Percy, probablemente.
— Es verdad. Ella le habrá preguntado qué tal fue
el almuerzo… Sí, imagino que ésa fue la fuente
de información autorizada.
— ¿De modo que ella te habló de ese tema?
— Oh, sí. Sí, habló. Su charla giró en torno
de eso, y también de lo sucedido esta noche. No le faltaron palabras para
desarrollar ambos temas…. ¿estás seguro de no tener una petaca?
— Seguro. Lo siento.
— Ah, bien… —dijo Boko, sumiéndose unos instantes en
el silencio, del cual salió para preguntarme, en tono pensativo, de
dónde sacarían las chicas esas expresiones.
— ¿Qué expresiones?
— No puedo repetirlas delante de un caballero. Supongo que las aprenden
en los últimos años del colegio.
— ¿Te ha dado el olivo, no?
— Con mano firme. Fue una sensación extraordinaria, verme allí
mientras ella hacía lo suyo. Una sensación como de algo
pequeño y vibrante que se agitaba en torno, con furia. Como ser
atacado por un pequinés.
— Nunca he sido atacado por un pequinés.
— Pues pregúntale al que lo haya sido. Te lo dirá. A cada momento, esperando
el mordisco en el tobillo.
— ¿Y cómo terminó todo?
— Oh, salvé la vida. Pero, ¿qué es la vida?
— La vida no está mal.
— Cuando has perdido a la mujer que quieres …
— ¿Has perdido a la mujer que quieres?
— Eso es lo que estoy tratando de poner en claro. No sé qué pensar.
Todo depende del sentido que des a las palabras : “no quiero volver a verte
ni a hablarte, ni en este mundo, ni en el otro, miserable imbécil”.
— ¿Dijo eso?
— Entre otras cosas.
Comprendí que había llegado el momento de tranquilizar y dar ánimos.
— Yo no me preocuparía, Boko.
Pareció sorprendido.
— ¿No?
— No. Seguramente, ella no quería decir eso.
— ¿No quería decir eso?
— Claro que no.
— ¿Lo dijo solamente por decir algo? ¿Por mantener la conversación, digamos?
— Te diré, Boko. Tengo estudiado a fondo el sexo débil, lo he observado
desde todos los puntos de vista, y mi conclusión es que cuando ellas se disparan
de esa manera, no hay que prestar mucha atención a lo que dicen.
— ¿Aconsejarías ignorarlo?
— Totalmente. Quítatelo de la cabeza.
Permaneció un momento en silencio. Cuando habló, había un tono esperanzado
en su voz.
— Hay una cosa cierta. Me quería. recién, esta misma tarde, me
quería mucho. Ella me lo dijo. Hay que tener en cuenta eso.
— Y te quiere, todavía.
— ¿Lo crees de verdad?
— Por supuesto.
— ¿A pesar de que me llamó miserable imbécil?
— Desde luego. Eres un miserable imbécil.
— Eso es verdad.
— No puedes hacer caso de lo que dice una chica cuando te está mandando al cuerno
por haber hecho alguna imbecilidad. Es como Shakespeare; suena bien, pero
no quiere decir nada.
— ¿Tu opinión, entonces, es que el viejo sentimiento permanece?
— Totalmente. ¡Vamos, mi amigo! Si era capaz de quererte con esos pantalones
de franela gris que llevas, no es posible que pueda llegar a olvidarte porque
te hayas portado como una mula. El amor es indestructible; su llama
sagrada arde eternamente.
— ¿Quién te dijo eso?
— Jeeves.
— El debe saberlo.
— Lo sabe. Puedes confiar en Jeeves.
— Es cierto. Se puede confiar en él. Eres un consuelo, Bertie.
— Trato de serlo, Boko.
— Me das esperanzas. Me sacas del abismo.
Se había serenado considerablemente. No es que llegase a erguir el pecho y echar
adelante la barbilla, pero su moral estaba claramente reconfortada. Y creo que
en uno o dos minutos más, hubiera llegado a estar contento, de no
haber en ese momento rasgado el aire una voz femenina, llamándolo por su nombre.
— ¡Boko!
Se estremeció como un sauce.
— ¿Sí, querida?
—Ven aquí.
— Ya voy, ya voy … ¡Oh, Dios mío! —le oí susurrar— ¡Un “bis”!
Se alejó, y yo permanecí reflexionando en lo sucedido.
Debo decir ante todo que contemplaba la situacion sin preocupación. A Boko, que
había estado en el ring con la furia juvenil en explosión, era natural
que le hubiese parecido que había llegado el fin del mundo,
y que un severo juicio final había tenido lugar. Pero a mí, espectador
frío y equilibrado, todo aquello me parecía
mera rutina. Uno se encogía de hombros y consideraba la cosa como lo que realmente era.
Los lazos de seda del amor no se rompen sólo
porque la mitad femenina de la pareja se enoje por el comportamiento imbécil de su
compañero masculino y lance contra él una serie de epítetos acalorados.
Por mucho que una mujer pueda adorar a su hombre, siempre llega un momento en que siente
la irresistible necesidad de mandarlo al diablo y decirle cuatro frescas. Creo que si todos
los enamorados que he conocido en la vida fuesen colocados en fila —es difícil de
realizar, desde luego, pero lo digo a modo de suposición— llegarían hasta mitad de Picadilly.
Y bien, no conozco ni uno solo de ellos que no haya pasado alguna vez por lo
que acababa de pasar Boko.
Probablemente, ya se había desarrollado la segunda fase, es decir, cuando la amante
llora sobre el pecho del amado, y lamenta haberse enfadado. Y que mi suposición era justa
quedó demostrado por la apariencia de Boko al reunirse conmigo pocos
minutos después. Incluso bajo aquella tenue luz, era fácil ver que
el chico parecía haber heredado un millón de dólares. Andaba como en el
aire y su alma se había ensanchado visiblemente, como una esponja en el agua.
— Bertie.
— Hola.
— ¿Estás ahí todavía?
— En mi puesto.
— Todo va bien, Bertie.
— ¿Todavía te quiere ?
— Sí.
— ¡Bravo!
— Ha llorado sobre mi pecho.
— ¡Bien!
— Y me ha dicho que lamentaba mucho haberse enojado. Y yo le dije: “¡Vamos, vamos!” , y todo es otra vez luz y alegría.
— ¡Magnífico!
— No sabes cómo me sentía…
— Me imagino.
— Retiró las palabras “miserable imbécil”.
— ¡Bien!
— Dijo que yo era el árbol del cual pendía el fruto de su vida.
— ¡Bravo!
— Y, por lo visto, todo aquello de que no quería volver a verme ni a
hablarme en este mundo ni en el otro, fue una equivocación.
— ¡Magnífico!
— La abracé y la besé fuerte.
— ¡Bien hecho!
— Jeeves, que estaba presente, se veía impresionado.
— Oh, ¿Jeeves estaba allí?
— Sí, Nobby y él han estado discutiendo planes y proyectos.
— ¿Para suavizar a tío Percy?
— Sí. Porque eso, naturalmente, todavía hay que hacerlo.
Puse cara seria. Cosa bastante inútil, desde luego, con aquella luz.
— Va a resultar difícil…
— No, para nada.
— … después de haberte dirigido a él llamándolo “mi querido Worplesdon”
y haberlo tratado de “asno solemne”…
— No es nada, Bertie. Jeeves ha tenido una de sus famosas ideas.
— ¿De veras?
— ¡Qué tipo!
— ¡Ah!
— Siempre digo que no hay nadie como Jeeves.
— Y puedes decirlo.
— ¿Has notado cómo es de abultada su cabeza en la parte de atrás?
— A menudo.
— Pues allí es donde está el cerebro. Un poco detrás de las orejas.
— Ahá. ¿Y… cuál es la idea?
— En una palabra, él opina que produciría una impresión excelente,
y me ayudaría a recobrar el terreno perdido, el hecho de cuidar al viejo Worplesdon.
— ¿Cuidarlo?
— Exacto. Cuidarlo. En una palabra, me aconseja que tome partido por él,
que me ocupe de protegerlo.
— ¿Proteger al tío Percy?
— Oh, me doy cuenta de que suena extraño. Pero Jeeves piensa que servirá.
— Sigo sin comprender.
— En realidad, es muy simple. Escucha. Supongamos que algún tipo
bruto y energúmeno irrumpe mañana a las diez en punto de la
mañana en el despacho del viejo Worplesdon y empieza a gritarle como un demonio
llamándole por todos los nombres que pueden hallarse bajo el sol y
lanzándole los peores insultos. Yo estoy esperando fuera del
despacho, y, en el momento psicológico justo asomo la cabeza y,
en tono de reproche, exclamo: “¡Basta, Bertie!”.
— ¿Bertie?
— El tipo se llama Bertie. Pero no me interrumpas, que pierdo el hilo. Asomo
la cabeza y digo: “¡Basta, Bertie!. No sabes lo que haces. No puedo oírte insultar
a un hombre que admiro y respeto tanto como a lord Worplesdon. Lord Worplesdon y yo
podemos haber tenido nuestras diferencias (la culpa fue mía y lo lamento profundamente),
pero siempre he tenido la convicción de que es un honor para mí
conocerlo. Y cuando te oí llamarlo un…”
Soy bastante rápido para entender. En el acto comprendí la
naturaleza de aquel horrible plan.
— ¿Pretendes que yo vaya a insultar a tío Percy?
— A las diez en punto. Es esencial. Tendremos que sincronizar los relojes. Nobby dice que
pasa todas las mañanas en el despacho, sin duda escribiendo porquerías a los
capitanes de sus barcos.
— ¿Y entras tú y me atacas a mí por haberlo atacado a él?
— Eso mismo. Es imposible que no aparezca ante él bajo una luz favorable,
y le haga pensar que soy un buen chico, en el fondo. Quiero decir, él estará allí,
acurrucado en su sillón, mientras tú estás de pie delante de
él, insultándolo y señalándolo con el dedo…
La visión evocada por estas palabras fue tan espantosa
que me tambaleé, y hubiera rodado por el suelo de
no haber agarrado a un árbol.
— ¿Dices que Jeeves ha sugerido esto?
— Exacto, fue como un relámpago brillante.
— Debe estar borracho.
Boko se puso rígido.
— No te entiendo, Bertie. Sitúo este plan entre sus más sutiles
creaciones. Me parece una de esas simples estratagemas, tanto más efectivas cuanto
que son sencillas, que difícilmente pueden fallar en algún detalle.
Yo llego en el momento en que estás aplastando al viejo Worplesdon, y
poniendo toda mi simpatía y auxilio para defenderlo, tengo que …
Hay momentos en que los Wooster podemos mostrarnos firmes (como el diamante, creo que
es la expresión), y uno de ellos es cuando se nos pide
que intimidemos a hombres como tío Percy.
— Lo siento, Boko.
— ¿Lo sientes? ¿Por qué?
— No cuentes conmigo.
— ¡Cómo!
— No hay nada que hacer.
En su voz apareció una nota suplicante, la misma nota que había oído
algunas veces en Bingo Little, cuando le pedía a un corredor
de apuestas que adoptase un punto de vista amplio,
y esperase su dinero una semana más.