Vamos a ver a quién le toca hoy recibir palos. La filosofía es
“dialéctica”, siempre lo ha sido, es decir, argumentativa o discutidora. La
filosofía es amor a la verdad, y el amor a la verdad es odio al error; y el
error existe en el mundo en cantidades no despreciables. La filosofía por
lo tanto siempre ha cantado en contrapunto. No es que el filósofo tenga
gusto en atacar, como dice la gente, o en destruir: no. Canta en
contrapunto. Aristóteles comienza su Metafísica destruyendo a su maestro
Platón -en apariencia; por eso los platónicos, los de la primera Academia, lo
tacharon de ingrato; y él respondió esa frase: “Amigo Platón, más amiga la
Verdad” -que está en la Ética, libro 1, cap. 3. Y, según
Diógenes Laercio, una vez le preguntaron: “¿En qué se diferencian los
sabios de los ignorantes?” – “Como los vivos de los muertos -contestó-
porque la Verdad es la Vida.”
“¿Qué es la Verdad?” -dijo Pilatos. -“Est vir qui adest”- es el
varón que tienes delante, podía haber respondido Jesucristo, con las mismas
letras de la pregunta “¿Quid est veritas?” En la Edad Media un autor
anónimo compuso este ingenioso anagrama: ¿Quid est veritas? – Est vir qui
adest.” En realidad, Pilatos no preguntó en latín, sino en griego vulgar,
koiné, y Jesucristo no contestó nada. Al que pregunta: ¿Qué es la verdad?
sin muchas ganas de conocerla, la Verdad no le contesta nada. En suma, si
Jesucristo hubiese sido criollo (y en parte lo fue) y Pilatos hubiese merecido
que Cristo le contestara (que no lo merecía, por cobarde), a la pregunta:
“¿Qué es la Verdad?”, Jesucristo debía haber contestado: “No te
hagás el que no la ves…” Éste es un chiste de Ignacio Pirovano.
Así como a mí me cuelgan chistes malos que nunca he hecho, que a veces me
dejan bastante mal, así yo uso los chistes buenos de mis amigos.
“Andad a decir verdad, moriréis en el hospital -dicen los españoles.
No quiero pararme en el estado en que se encuentra hoy día la difusión y la
defensa de la verdad, porque me resulta demasiado doloroso: la veo como un
“Ecce homo” hecha una llaga de pies a cabeza: “non est in ea
sanitas.” Siempre la Verdad ha sido difícil, su patria no parece ser la
tierra, pero en nuestros días han surgido fenómenos nuevos, obstáculos enormes,
grandes maquinarias de obstrucción y de falsificación: el Estado que se vuelve
totalitario, la educación monopolizada, las propagandas de guerra o de paz, la
irrupción de los mediocres engreídos y de los ignorantes y de los estultos en
los púlpitos; es decir, en los lugares desde donde puede uno hacerse oír de
muchos; y los que llama el Evangelio “falsos cristos y falsos profetas”. La
obstrucción a la difusión de la Verdad es uno de los crímenes más grandes que
se pueden cometer: es uno de los pecados contra el Espíritu Santo.
Este crimen está tan vigente hoy día que la existencia de medios
maravillosos de propagar la palabra humana, de que nos ha dotado la técnica
moderna, no se sabe ya si es un bien o es un mal; y para muchísimos es
ciertamente un mal. Para mí, la imprenta es un mal; eso no quita que yo
comprara una si tuviera dinero. Dice Harnack que a los seis meses de escribir
San Agustín las Confesiones había tres mil copias de ellas en el Imperio
Romano. Pregúntenle a Barletta, a Marechal o a mí si en seis meses vendemos
tres mil ejemplares de nuestros libros ¡Es que no son las
Confesiones! – Si lo fueran, sería mucho peor. Hoy día la difusión de un
libro está en razón inversa de su aproximación a la verdad, salvo algunas
excepciones. El Mundo desea ser engañado -como algunas mujeres. “Queremos que
los transportes pertenezcan a los obreros…”
Sin embargo hay que tener ánimo: cerrar del todo el paso a la Verdad no es
posible, parece que Dios se arregla de modo que, quien tiene algo que decir al
fin lo diga, fácil o difícilmente, aunque sea haciéndose pedazos; como San
Pablo cuando dijo: “A la palabra no la pueden atar”‘, y más abajo, el
caso de los grandes filósofos que resucitan, que durante su vida quedan
cubiertos por una moda, un alocamiento o un delirio
colectivo, como un islote por una ola, y a los muchos años son descubiertos
y convertidos en los maestros de muchos: como Sócrates el primero -y Maine de
Biran, Giambattista Vico y Kirkegor los últimos.
Sin embargo, la comunidad o la nación que peca contra la Verdad, que pierde
la reverencia a la Verdad y el horror a la mentira, está perdida, dejada de la
mano de Dios. ¿Y qué castigo más grande que éste, que el que se va de la
Verdad, ella se queda y no lo sigue y él se va? ¿Adónde se va? “A las
tinieblas de allá afuera” -dice Cristo. La Verdad no puede imponerse a sí
misma por fuerza. Si no la aceptan, se retira. ¡Temed a la Verdad que se
retira!
Es curioso que estemos aquí preguntándonos qué es la Verdad, como Pilatos,
en tanto que el mundo tiembla bajo amenazas enormes e indefinidas. ¡Haciendo
filosofía hoy día!, mientras el mundo se pregunta: “¿Habrá guerra?” Dice
Rodríguez Larreta el novelista que no habrá guerra. ¡Que Dios lo haga buen
profeta! Dicen los peritos que todo depende de cómo le vaya a la India, nuestra
suerte se está jugando por manos ajenas y a diez mil leguas de Buenos Aires.
Dice el perito Paul Berger que si la India no pakistánica cae en el flagelo del
hambre, y como consecuencia se vuelven comunistas o comunizantes sus 300
millones de almas, todos los albures de ganar una guerra caen de parte de
Rusia, y entonces Rusia desencadena la guerra… ¡Dios lo sabe, que es más
perito que Berger! Y en ese caso, nada podemos hacer nosotros. Es decir,
podemos hacer lo que estamos haciendo, averiguar qué es la Verdad en sí misma
-y después veremos acerca del futuro-; porque la tarea principal del hombre es
salvarse, y el hombre se salva por la Verdad. Cuando todo el mundo se
preguntaba: ¿Qué será del Imperio Romano?, San Agustín disputaba con los
Académicos de Carneades acerca de la existencia de la Verdad. Y así Sócrates y
San Agustín, y Santo Tomás, y Pascal y Kirkegor desaniman a sus oyentes de
erigirse en reformadores de café e incluso de Parlamentos, antes de estar
tranquilos acerca de sí mismos. Pero justamente es la intranquilidad acerca de
sí mismos la que hace a los reformadores de café, la “Angustia primordial
que se transforma en ellos en “solicitud mundana”. Un Señor que creo
es Vocal de la Confederación General de Empleados de Comercio me dijo: “¿Ud
sabe bien lo que pasó en el Brasil? -No, le dije. -Entonces no podemos hablar.”
Sin embargo me habló durante un cuarto de hora; y después me dijo: “Yo sé que
esto es verdad pero quisiera estar más seguro”… Pues bien, es mejor no saber
nada que saber esta verdad de este hombre.
Vamos a examinar un momento la definición de la Verdad, la escalera de la
Verdad y después la alabanza de la Verdad que hace Aristóteles; es decir,
contraponer a Descartes y a San Agustín.
La filosofía moderna desde Cartesius a Hegel ha errado gravemente en la
definición de la verdad: Descartes puso un falso supuesto, y Hegel sacó las
últimas consecuencias, a la zaga de una larga fila de grandes pensadores
“racionalistas”, como se llaman. Descartes asumió en forma implícita lo
que hoy llaman el “prejuicio idealista”; el cual en definitiva consiste en
hacer de la razón humana la medida de las cosas; o sea, la fábrica autónoma
de la Verdad; dando vuelta en forma total el presupuesto de la filosofía
antigua, que era simplemente que la razón pende del ser y no al revés…,
excepto en Dios. “La Verdad juzga a la razón“, decía San Agustín. -Al
contrario, dicen los modernos idealistas. ¿Comprenden Uds. la especie de
sacrilegio que se ha perpetrado? En la próxima conferencia veremos sus
consecuencias. La Verdad son mis ideas, cuando ellas son claras y
distintas; -por ejemplo las ideas que tenía el Vocal acerca del Brasil:
eran clarísimas.
Los antiguos definían modestamente a la verdad diciendo que era “una
ecuación entre el intelecto y la cosa” -no una identidad precisamente
sino una ecuación. Esta definición es discutible; Mauricio Blondel la rechaza
con energía, pero no conozco ninguna otra mejor. Ésta es la verdad
lógica, la verdad que está en nuestros juicios. Después está la verdad moral,
la que está en nuestras palabras y nos hace veraces; y finalmente está la
verdad en sí misma, que son las cosas mismas, como cuando decimos que una
moneda es verdadera o que Cristo fue verdadero hombre. “Ens et verum
convertuntur” decían los antiguos: el ser y la verdad son recíprocos, todo
ser es verdadero, todo verdadero es ser; es decir, la Verdad no es sino la
Realidad, res = cosa, realis = de la cosa, realitas = lo que hace
las cosas. Esto es lo que llaman “Verdad transcendental”: el ser mismo
de las cosas es la verdad transcendental porque todo lo que es, por el
mismo hecho es inteligible para algún intelecto, por lo menos para el
intelecto divino: todo ser es inteligible quiere decir que todo ser es
verdadero, es verdad. Los idealistas confundieron la Verdad transcendental con
la verdad lógica: hicieron Creador al frágil intelecto humano, no solamente
creador de lo inteligido sino de lo inteligible.
La Verdad transcendental es lo inteligible; la verdad lógica, nuestra
humilde verdad humana, es lo inteligido, lo que nuestro pobre intelecto
discursivo, el último de los espíritus creados, capta de las cosas; pero no las
capta sino haciéndose semejante a ellas y haciéndolas a ellas semejantes a él,
en íntima y misteriosa “unión”. Cópula se llama en lógica al verbo ser que une
el sujeto al predicado; y es el lazo inevitable de todo conocimiento humano.
“El hombre es mortal“: el intelecto ha descompuesto un concepto y
después lo ha vuelto a unir en un juicio que ha proyectado al exterior, a la
realidad: no sólo uno dentro de mí un predicado a un sujeto, sino que los
proyecto fuera de mí, los pongo en la realidad, los afirmo -los hago firmes,
los pongo como reales. Pero primero he tenido que fabricar el
concepto universal (hombre-mortal), tomándolo de la realidad sensible… de las
cosas materiales y ahí está el misterio del conocimiento ¿Man-hu? ¿Quid est
hoc? ¿Qué es esto?
Esto es la verdad: una comunión con la realidad a través de una actividad
del intelecto que no es fácil de estudiar, pero de la cual toda la humanidad
tiene conciencia -excepto los que pretenden no tener esa conciencia. Y de esa
comunión depende la salvación individual del hombre, “la verdad os
libertará.” San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. ¿No
es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? San Agustín decía esta
cosa enorme, que es el error. Pero Cristo también lo dijo en cierto modo:
porque Él no dijo: “Yo soy la moral”, -dijo: “Yo soy la Verdad. La
Verdad os hará libres.”‘
El primer problema filosófico que se me puso a mí fue el de la verdad, el
año 1917. Hagamos esta filosofía un poco autobiográfica, a la moda de San
Agustín. Yo estudié toda la Psicología de cuarto año en un indigesto
librito de Dalmau y Gratacós, presbítero, un discípulo catalán del Cardenal
Mercier: sacaba diez puntos y sacaba todos los premios y no entendía nada:
estudiaba de memoria. Entendí lo que era la filosofía en quinto año, al final
del Bachi, al estudiar el problema del “criterio”; me di cuenta que era una
cosa importante. “Aquí se trata de saber cuál es el criterio de la verdad,
es decir, el signo o medida por la cual sabemos seguro que algo es verdad o
no.” Los diversos filósofos dicen que el criterio es la evidencia, o
el sentido común, o las ideas claras y distintas, o el consenso o plebiscito de
la Humanidad, o la fe divina, o la conformidad del pensamiento con sus propias
leyes, o ver todas las cosas en Dios… Finalmente algunos dicen que el
criterio es… Monseñor Franceschi’; o algún otro Monseñor más o menos
conocido: esto son los fideístas o fideleros. “Esto es vital” -dije yo.
Estaba en una encrucijada vital: se me había ocurrido hacerme jesuita y no
sabía cuál era la verdad: si lo que decían los jesuitas de sí mismos, o lo que
decía mi padre de los jesuitas. Mi padre ya era muerto, pero mi madre repetía
sus dictámenes, con esa memoria conservativa de las viudas, por lo cual el
padre muerto sigue gobernando a veces el hogar por largos años a través de la
memoria de la madre viva. Así que a mí se me puso un problema vital en forma
abstracta; o un problema abstracto en forma vital. ¿Cómo se conoce la verdad?
Eso es el principio del filosofar. Nadie aprende filosofía si un
problema vital no se le pone en forma abstracta; podrá aprenderla de memoria,
pero eso no es filosofar. A algunos, que tienen una cabeza especial, todos los
problemas vitales se le ponen desde niños en forma abstracta: Leibnitz cuenta
en una de sus cartas que a los quince años pasó una tarde muy agitada paseando
en el bosque de Viena, deliberando con toda el alma si retendría o no la
materia prima y las formas sustanciales de la Escolástica. Pero yo no fui de
esos niños abstractos. El Chaco no es Viena.
Pero apretado por saber cómo era la verdad, aprendí que los filósofos la
definían de diverso modo. Dalmau y Gratacós decía que era la ecuación entre la
mente y la cosa y que ella misma era su propia medida o criterio; pero
Descartes decía que era nuestras propias ideas puestas en conexión con la
existencia de Dios, y de allí con el mundo externo: y que su señal eran las
ideas claras y distintas, las cuales no pueden engañarnos, pues eso sería Dios
mismo engañarnos. El hombre lo primero que conoce son sus ideas, normalmente su
pensamiento y su propio Yo existente: “Yo pienso, luego existo.” De ahí
automáticamente se sube a la existencia de Dios, por medio de la idea de
Infinito, o de Perfecto, clara y distinta (que no se sabe muy bien cómo está
dentro de la idea segura e inconmovible del Yo), y de ahí se baja al
conocimiento del mundo externo, claro y distinto, en virtud de la veracidad
divina. ¡Admirable filosofía y muy cristiana sobre todo! Basta sentirse a sí
mismo para sentir la existencia de Dios; basta la conciencia, cosa que todos
tienen y no pueden dejar de tener, . y queda creada la Metafísica; y lo que es
más importante, la Física. La verdad es fácil para Descartes: “Proyecto de
una ciencia universal capaz de elevar nuestra natura a su más alto grado de
perfección, más la Diáptrica, los Meteoros y la Geometría, donde las más
curiosas materias que el autor ha podido excogitar son explicadas con tal
método que aun aquéllos que no han estudiado pueden entenderlas” tituló
Descartes al librito de 149 páginas que llamamos hoy El Discurso del
Método.
La verdad es facilísima, dice este gran demagogo de la filosofía. Pero
entonces ¿de dónde sale el error? ¿Por qué hay tantos errores? ¿Cómo el error
es el gran enemigo del hombre? Todo error es una mentira -resuelve Descartes.
Todo error es culpable porque proviene de la voluntad, no del intelecto. Esta
filosofía era fundamentalmente antitradicional, y por ende anticristiana, por
más que muchos cristianos o “democristianos” de aquel tiempo se pusieran a
clamar que “por fin se había inventado una filosofía verdaderamente cristiana”.
Tan pavotes son los cristianos de estos tiempos. Pero no engañó a Pascal ni
engañó a Vico. Pascal, que es uno de los más grandes cristianos que han
existido, tan gran matemático como Descartes y mucho más inteligente que
Descartes, se le revolvieron las entrañas, el “corazón” que dice él, y exclamó:
“No le puedo perdonar a Descartes.” Vico dijo tranquilamente desde Nápoles:
“Las ideas claras y distintas son una de las señales más claras del error.
Tener ideas claras y distintas acerca de las cosas difíciles, no siendo un
ángel, es tener ideas fáciles acerca de las cosas difíciles, es decir, ideas
erróneas -o peor que erróneas, es decir, ideas ni . verdaderas ni falsas”
-lo que nosotros llamamos “macaneo”.
“Todo error es una mentira según Descartes; pero las pseudomentiras de los
niños no son mentiras; las falsedades de los poetas no son
falsedades…
mentira disculpable en un poeta,
que mienten todos más que la gaceta…
y las ilusiones del místico no son ilusiones; pero en cambio la mayoría
de las cosas que corren son errores. ¿Qué es error? La no conformidad de
la mente con la cosa es el error; la no conformidad de la mente con las
palabras es la mentira; la no conformidad de la cosa consigo misma (si eso es
posible) es el error y la mentira transcendental; y así decimos que este poema
es falso, que esta moneda es falsa, que este vino no es vino verdadero, que
esta religión no es verdadera, e incluso que un hombre tiene el alma o la
naturaleza falsa: nos referimos entonces a la verdad transcendental, al
ser mismo de las cosas. Un falso profeta no es un hombre mentiroso, es un
hombre que se cree profeta y no lo es, es mucho más peligroso: es lo opuesto a
las mentiras de los niños. Pero esto último es más bien un modo de hablar; pues
toda cosa en cuanto es, es verdadera, y una moneda falsa, es una verdadera
moneda falsa.
El error y la mentira no están propiamente en las cosas sino en la boca y la
mente del hombre: “mentira”, viene de “mente”. Las mentiras de
los niños no son mentiras muchas veces. Cuando el nene dice: “¡Yo no fui!” no
quiere decir quizá “Yo no rompí el jarrón ayer”, de lo cual a lo mejor ni se
acuerda, sino simplemente: “Yo no quiero ser castigado” o bien “Yo no quise
hacer ningún mal.” Sus palabras están conformes con su propia mente, hay que
traducirlas al lenguaje adulto; sus palabras no están conformes con las cosas,
sea; pero su mente está conforme con su propia cosa, con su pequeño
mundo, muy subjetivo e incierto todavía. Cuando Oscarcito dice que hay una vaca
encerrada en el tarro de la leche en polvo, es verdadero dentro de un mundillo
parecido al trasmundo de los poetas o al metamundo de los cuentos de hadas. Son
los adultos en quienes la boca no está conforme con la mente y la mente no está
adecuada a las cosas; y las cosas que de eso derivan, de esa falta de verdad,
son porquerías. Como decía Oscarcito en la escuela: -¿Cuántas son las edades
del hombre? -Las edades del hombre son cinco: infancia, niñez, adolescencia,
juventud y… adulterio.
Así también las ficciones o invenciones del poeta responden a una
realidad interna, aunque sean mentiras respecto al mundo externo; y las
visiones del místico responden a una realidad interna y externa, pero invisible
e inexpresable. La idea del poeta responde a una realidad superior, que
nosotros no podemos ver y que él no puede expresar en forma lógica, sino
solamente por medio de invenciones, ficciones, versos, colores, ritmos o
sonidos; en cuanto al místico, a una realidad que él posee y casi no se puede
expresar de ninguna manera. Los dos persiguen la expresión de lo invisible; y
el místico de lo invisible inexpresable. Pero ¡ojo! que esto no se interprete
como una justificación de los poetas desvariados de hoy, que escriben poemas
libres con sensaciones puras y metáforas descoyuntadas y palabras en libertad,
porque éstos no tienen lógica, como todos los poetas, pero tampoco tienen ideas
en la cabeza, como los malos poetas, y a veces, ni siquiera cabeza, como los
locos.
Éstos yerran, como los falsos místicos; yerran corriendo en pos de
una cosa grande, la expresión de lo invisible. El error es el peor mal del
hombre: “Todo pecado es un error”, enseñó Sócrates; lo cual es exacto en
cierto sentido, en el sentido que todo delito depende de algún modo y
últimamente de un error. Así pudo decir San Agustín que el error es el mayor
mal del hombre; porque de todo error brotan numerosos pecados. Pongamos un
ejemplo de la gravedad de este mal: la gente ordinariamente no lo ve: ve el mal
del pecado; no ve el mal del error.
Esas “tragedias de familia”… un sacerdote no puede pasar la vida
sin toparse con alguna de esas tragedias de familia, esas tragedias que no
tienen solución ni desenlace, esos líos inextricables que se enredan cada vez
más: en el fondo de ellos hay errores más que maldad, a veces un sólo error
inicial, pero nunca reparado ni percibido. Cada uno de los que disputan, se
vituperan, se inculpan, se atormentan y se destrozan, tiene una parte de razón;
y no son malos, no son malos del todo. Pongamos una mujer que tiene mala salud,
tres hijos pequeños y no muy sanos y lengua larga; un marido que tiene dos
hijos grandes de un primer matrimonio, poco talento y un genio irritable; y un
pueblo chico infierno grande. ¿Es eso posible? Sí. Pongamos que la mujer,
llevada de su preocupación maternal, -puede morirse pronto, ve a sus vástagos
desamparados- se porta como una madrastra: quiere desheredar a los dos
hijastros, para no dejar desproveídos a los suyos, y pone sus bienes, todo lo
que gana, a nombre de una amiga, para burlar la ley de herencia, sin papel
ninguno, de modo que la amiga se puede quedar con todo, si se le antoja. El
marido se siente incómodo y descontento; los dos hijos mayores, injustamente
tratados, intrigan contra la madrastra, acompañados de esposas, cuñados, tíos y
un partido entero; el pueblo se divide y toma partido, las lenguas trabajan, el
problema se ramifica: un día dos tipos se agarran a tiros en el Hotel
Sarmiento, uno con un revólver acurrucado detrás de una mesita, el otro con un
winchester detrás de un árbol. Uno lo hiere en un hombro al otro; y a los pocos
días se va al hospital y le pide perdón llorando. La madre madrastra está en
lucha continua contra el pueblo entero y contra su conciencia, y su salud se
viene abajo; el padre está en lucha consigo mismo y con toda la parentela de su
mujer. No hay solución ninguna: pasiones indomables, instintos tenaces, líos
cada vez mayores. Bien, en el fondo de todo esto yacen agazapados un montón de
errores que se resumen en un gran error, acerca de sí mismos; “no se ven a
sí mismos”, no hay razón, no hay lucidez, no hay claridad intelectual, que
es necesaria al hombre para dominar sus instintos. “A toda esta gente hay
que mandarla a la escuela, y ya es tarde” -dice el cura desolado. No queda
más remedio que pedirle a Dios que lo arregle; y Dios a veces lo arregla de un
tremendo golpe de espada; y hay que darle gracias encima. Dios puede más que
nosotros. Él es la Verdad, la Verdad viva y actuante, más penetrante que
una espada de dos filos, dice San Pablo.
Tenemos obligación grave de cultivar la propia inteligencia, porque “la
estulticia es pecado mortal”, dice Tomás de Aquino. ¿En qué mandamiento está
ese pecado? No lo sé; pero en alguno está -quizá en el primero.
Pues bien, una nación donde se ha perdido la reverencia a la Verdad, donde
la Verdad se ha sustituido por la cultura y la cultura por la música, se parece
a este caso. ¿Y qué diremos si se comienza a perseguir la Verdad o a odiar la
inteligencia? Ésos son ya fenómenos de depravación, eso pertenece a lo
demoníaco.
Cuando en una nación, el ser inteligente, el ser veraz y el ser preparado es
un crimen, esa nación es invertida, es sodomita; y le espera la lluvia
de fuego de Sodoma.
Este ejemplo trivial es para hacer ver lo que es el error según San Agustín.
Para ver qué es la Verdad, examinemos la escala de San Agustín hasta Dios. El
Africano, como Descartes, también conecta la Verdad con Dios: pero no a la moda
de Descartes, Malebranche, Spinoza, Kant y Hegel. Para él la Verdad es Dios, es
decir una cosa superior a la razón humana, algo personal y eterno. Pero él no
hace el salto mortal de conectar de golpe mi Yo existente con la
existencia de Dios, de confundir la verdad lógica con la verdad transcendental
y subsistente. Es más humilde y más lúcido que eso. Sabe que no somos ángeles:
se siente hombre: ¡es un existente! No es cartesiano.
Descartes armó un barro tremendo en la filosofía por orgullo, por dar al
intelecto del hombre más de lo que él es, por concebirlo al modo del intelecto
del ángel, tributario en esto quizá -sin saberlo de la decadente teología
escolástica de su tiempo. Efectivamente, el conocimiento del ángel es (si no
nos mienten los que han visto ángeles) intuitivo, es innato, es
sobre todo independiente de las cosas; pero el conocer del hombre es
discursivo no es innato, no es independiente de las cosas;
por lo cual con razón dicen los críticos que Descartes cometió “pecado de
angelismo”, al hacer a la verdad humana fácil, casi infalible y pendiente
sólo de la luz de Dios -error que se va a formalizar en Malebranche, se va a
magnificar en Spinoza y va a llegar al colmo en Hegel. Los ángeles, sí; los
ángeles conocen todas las cosas en las ideas ejemplares y creadoras del
intelecto divino, ideas que les han sido infundidas al ser creados, a cada uno
según un grado o medida, -según lo que tienen que hacer- y que pertenecen por
tanto en cierto modo a su natura misma. Son ideas ejemplares, ideas prototipos,
como las ideas maduras de los grandes filósofos y las ideas creativas de los
grandes artistas. Ellos sí que ven primero sus ideas y después las cosas:
sus ideas son como modelos o razones destellantes de actividad intelectual, en
las cuales ellos ven todas las cosas, no en su materialidad, sino como si
dijéramos en sus planos vivos: en sus “esquemas dinámicos”… Pero el hombre no
es así, hélas, el hombre no es así; aunque los matemáticos y los
caudillos políticos creen fácilmente que ellos son así. Siendo un espíritu
inmerso en una sensibilidad, tiene que ver las cosas en su materialidad
primeramente; y no puede tener la idea de ellas, sino extrayéndola
-abstrayéndola- penosamente de la materia, primer objeto de su
conocimiento. El ángel lo último que conoce es la materia; el hombre, lo
primero. El ángel lo primero que conoce son sus ideas innatas; el hombre lo
último. La verdad es para el hombre la ecuación de su intelecto con la cosa;
para el ángel la conformidad de la cosa con su intelecto, el cual ciertamente
percibe lo primero de todo su natura espiritual, limpia y transparente como un
espejo vivo de todo lo creado y del Creador. Primero conoce su Yo y su Creador;
y después todas las cosas creadas- como soñó Descartes del hombre: pecado de
angelismo.
Si hubo algún hombre con mente de ángel en este mundo, fue Marco Aurelio
Agustino de Tagaste; sin embargo la marcha de su mente a la Verdad es mucho más
humilde, cauta y (digamos) pedestre que la del temerario ángel de la
Turena, el gran matemático que inventó la notación algorítmica del álgebra e
inventó que primero vemos nuestras ideas dentro de nosotros mismos y después
las aplicamos a las cosas; cosa que es aproximadamente verdad solamente en las
matemáticas, la ciencia más fácil de todas.
La escala que establece el Africano es ésta: sentidos externos, sentidos
internos, razón y verdad. Sentidos externos que conocen el mundo externo y
como si dijéramos la superficie del ser; sentidos internos que conocen la
subjetividad propia y clasifican y ordenan el mundo externo; razón que
conoce el ser de las cosas, el cual ser de las cosas es su verdad y la
verdad en sentido transcendental; y por encima de todo, la Inconmutable Verdad,
que ilumina, modela y juzga a la misma razón humana. De manera que hay tres
verdades o mejor dicho, tres planos de verdad:
– la verdad de nuestras palabras cuando decimos lo que pensamos, verdad
moral;
– la verdad de nuestra mente cuando pensamos bien y nuestra mente se
somete a las cosas, verdad lógica;
– la verdad de las cosas mismas, la realidad inteligible, verdad
transcendental.
Y la verdad transcendental, la verdad de las cosas ¿dónde es verdad? En
el intelecto divino que continuamente las conoce y crea.
Los sentidos externos nos engañan algunas veces pero no nos engañan
siempre. Ellos nos dan una realidad aunque sea humilde, pero no por
humilde menos necesaria; sin ellos, ningún conocimiento en el hombre. Nuestros
sentidos juzgan de la realidad material y son por tanto superiores a
ella. “Los sentidos externos nos engañan siempre, puesto que nos hacen vivir
en la superficie de las cosas, alimentan nuestras malas pasiones, nos distraen
y futilizan, y nos hacen ciudadanos del Reino de la Opinión” -clama Platón
desde sus severos diálogos.
Eso es verdad en cierto sentido, en un sentido místico, pero es una verdad
por la cual no hay que comenzar, es una verdad esotérica, apta a los iniciados.
La verdad elemental por la que hay que comenzar es que “nuestros sentidos no
nos engañan acerca de su propio objeto” y loado sea Dios que nos dio la
vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto, a fin de que conociendo las
cosas creadas lleguemos a conocerlo a Él. En su dominio mora el
artesano, el hombre que conoce haciendo… cosas materiales.
El sentido interno, que Agustín llama memoria, pero que en
realidad comprende la memoria, la imaginación, el sensorio común y la
estimativa o “instinto”, juzgan de los sentidos externos, recogen su
material, lo acopian, lo clasifican, lo combinan y -como dicen hoy lo
“estructuran”. Por ellos conocemos cosas importantísimas, el espacio, el
tiempo, el propio cuerpo -y por ende el propio yo; en ellos, en su dominio,
mora y trabaja el intelecto del artista, porque ellos son como el puente entre
la razón y el sentido animal, y ellos son el centro de la Psicología. “No
aprendas las cosas de memoria, cuidado con la imaginación que es la loca de la
casa, no andes sintiéndote tanto a ti mismo…” dice severamente Séneca. Es
verdad; pero yo necesito de todo eso para poder pensar. Eso es la parte más
alta de la vida animal, pero sin ella no puede funcionar el intelecto. La
imaginación será 1a loca de la casa, pero es también la cocinera y la
tesorera.
La razón está por encima del sentido interno, lo rige, lo corrige y
lo dirige: en definitiva los mismos grandes artistas no son grandes por su
imaginación sino por su inteligencia; y la causa de la decadencia del arte en
la Argentina es la decadencia de la actividad intelectual (el teatro argentino
no existe, el cine argentino existe en forma de plaga nacional, las otras
bellas artes no producen obras inmortales).
No hay crítica, no hay discernimiento, no hay una seria formación
intelectual; en suma, hablando breve, no hay filosofía y por ende, no hay
razón.
La razón en el hombre penetra y como empapa todas las otras actividades
cognitivas, “se asoma por las ventanas de los sentidos” y obliga a la
imaginación a fabricarle cuadros -esos retratos o siluetas generales de las
cosas singulares que Aristóteles llamó “experimenta” y que Descartes
confundió con las ideas, “les idées-tableaux”, las ideas-retrato. No:
las imágenes son simple causa instrumental de la razón: la razón no mora en lo
cambiante, mora en- lo inmóvil, en lo universal y en lo eterno. Abstrae de un
grupo de imágenes parecidas el concepto de una cosa, hombre, animal,
planta, mineral, cuerpo, sustancia, ser… -pero en realidad el ser en
general es el primer objeto de su ejercicio, percibe que las cosas SON,
y esa percepción es lo que habilita al hombre a hacer desde su primera infancia
lo que el animal jamás podrá hacer: usar el verbo ser- es decir, formar
juicios, raciocinios, conclusiones, sistemas, filosofías y …también decir
mentiras: decir que es algo que él sabe no es. Y también errar:
es decir, creer que es algo que sólo aparentemente es.
La razón depende de la verdad, es decir, de la realidad: busca la
realidad, a ella se amolda, se modela, se somete: la verdad “la juzga”, como
dice San Agustín. Pero la razón no se somete a la verdad como a algo extraño,
algo que se le añadiera o injertara de afuera: ella hace la verdad: la
verdad lógica existe en el juicio, y el juicio lo hace mi razón. La verdad es
algo universal y eterno, la razón es algo particular y efímero, y sin embargo
se da este connubio entre estas dos cosas, la unión más íntima que existe en lo
creado, la unión del Instante y de la Eternidad; y por esta unión la razón
humana es humillada y es ensalzada, es glorificada y beatificada, es sosegada y
a la vez aguijoneada y atormentada: su humildad se convierte en gloria, su
sumisión se convierte en poder. Por eso San Agustín puede formular esas dos
tesis que repite constantemente:
Si existe algo superior a la razón humana, Dios existe.
Si la razón humana hace en cierto modo la verdad, el alma humana es
espiritual e inmortal: la participación de algo que es eterno no
puede darse a la materia; una cosa material no puede ser sujeto de una cosa del
todo inmaterial, como en un pedazo de barro no se puede hacer un encastre de
oro; y mucho menos una transfusión de sangre. Locke dijo que Dios podía dar a
la materia pura el poder de conocer: es un disparate puro. Locke es un bárbaro:
es el mayor filósofo inglés.
Todo esto es muy lindo y fácil, pero aquí viene una cosa importante:
subir esta escala del conocimiento no es fácil: muchísimos no pasan del
primer escalón y muchísimos se rompen la cabeza desde los otros. Esto no lo
puede entender el que vive en el Reino de la Opinión, los que llamaremos
en otra conferencia “estéticos”, los que viven en el plano estético, de
aísthesis, sensación. Los que andan en el plano estético son los que
revolotean en la superficie de las cosas, los que asienten fácilmente a
cualquier cosa, los que cambian de ideas, de creencias y de caminos
como cambian de traje, en suma, los que no ejercitan su inteligencia sino
para procurarse cosas. Su guía es el Placer. Éstos hablan a veces
mucho de la Verdad, pero no la aman. No la conocen. Están privados del bien de
la certidumbre; y por tanto carecen de sosiego: son presa de la Solicitud
Terrena. Para obtener el sosiego deben obtener primero el desapego.
Es tal la condición humana que no puede llegar a los grados sumos de
conocimiento sin despegarse de los ínfimos: un gran pensador contemporáneo que
no es cristiano, Aldous Huxley, ha llegado después de penosa peregrinación en
un libro Ends and Means y en otros, a la misma conclusión de San
Agustín, el DESPEGUE, el DESAPEGO. San Agustín en sus Confesiones,
capítulo 30 del libro X, hace un largo examen del mundo de las sensaciones
y sus placeres y dolores, del mundo de las imágenes y sus gozos y turbaciones,
y después del estado de un alma con respecto a esos mundos en donde todos
nadamos y donde tantos naufragan; y la necesidad de levantarse sobre lo
sensible, que todas las religiones han predicado; es para él un primer momento
de su larga investigación. Hay que despegarse de lo sensible para llegar a la
Verdad: eso se llama ascética. Es el primer momento del camino de Agustín y el
último momento del camino de Huxley. Huxley es el hombre más inteligente que
hay hoy en Inglaterra: es otro bárbaro.
Claro que no podemos salirnos del todo de esos mundos inferiores: no podemos
sacarnos los ojos y taparnos los oídos, no podemos prescindir del cine, por lo
menos del cine de los sobrinos, no podemos prescindir de la radio, por lo menos
de la radio de los vecinos; -pero nadie llega al conocimiento de lo que al
hombre importa sin dejar abajo esos mundos, sin ponerlos debajo de los pies o
por lo menos a la altura de las rodillas. No llegar a hacerlo es quedar en
el estado de estulticia. La estulticia es hija de la soberbia y de la
lujuria: la estulticia es pecado mortal, dice Santo Tomás. No hay ningún
majadero que sea bueno: la idiotez es pecado, “la bêtise c’est un
péché.” Y cuando algún majadero llega a escalar altas posiciones, cosa muy
posible en el mundo de hoy, los daños que causa son tremebundos. El bien sólo
lo puede hacer la Verdad, sólo ella puede “hacer fruto y que ese fruto
permanezca”.
¿Qué son estas grandes guerras que estamos viendo y viviendo sino inmensas
majaderías? Ciegos guías de ciegos y también inmensos castigos de Dios a la
estulticia. Pero las grandes majaderías del mundo actual tienen un provecho, un
solo provecho: se las puede entender, se las puede contemplar, es decir, sacar
de ellas verdad, subir a la Verdad. Yo confieso que habiendo en mi juventud
creído que poseía la verdad y en grandes cantidades, caí después en una gran
oscuridad en la cual todo lo que antes veía tan claro se me nubló y ocultó; y
ahora me parece que muy lentamente y no sin angustia voy saliendo de la nube,
con los ojos del alma más claros y purgados y viendo lo mismo que antes pero no
como antes.
“Pues ya tengo otra manera de ver y filosofar” -dice el Tango. Pero todavía
no puedo escribir un inmenso Himno a la Verdad. Pero Aristóteles escribió una
especie de himno a la Metafísica, en el libro III de su Metafísica, que
es en realidad un himno a la Verdad-que-salva; porque “Metafísica” para
Aristóteles es el conocimiento de los principios y en consecuencia, el
conocimiento de Dios. Escribió pues un elogio arrebatado de la Metafísica en
prosa; y también escribió un himno en hexámetros a Apolo, es decir, al Sol, es
decir, a la Verdad; himno que se ha perdido, y del que sólo tenemos algunos
versos citados por otros filósofos griegos y el elogio que Cicerón hizo de él
llamándolo “áureo río de elocuencia”. Uniendo todas esas reliquias fragmentadas
que tenemos, lo cual me costó trabajo, se puede componer una cosa así:
Esta ciencia llamaré yo “Philosophía Prima”
(o sea lo que llamamos aquí “Fundamental”)
que busca los principios y las causas
y que vuelve al hombre sabio.
Mas ¿qué dicen los hombres del hombre sabio?
No dicen que es un ángel ciertamente.
Dicen que el sabio es el que lo sabe todo
en la manera en que eso es posible.
Dicen que es el que sabe las cosas arduas
porque el saber las cosas fáciles es de todos,
como la sensación, por ejemplo, es común a todos.
Dicen que es el capaz de enseñar a los otros
porque conoce más exactamente las causas.
Dicen que es el que posee la ciencia que se ama por sí misma
y no por las utilidades que reporta,
solamente por saberla…
La ciencia que no es útil,
la ciencia que es superior a las otras
y no depende de las otras
y hace al posesor capaz de mandar;
porque el sabio no debe obedecer
al que no es sabio…
Pues éstas son las cosas que pertenecen
a la Filosofía Primera -o Metafísica:
pues en cuanto al saber todo,
ella es la ciencia de lo Universal…
En cuanto al saber lo difícil,
lo más difícil es saber los universales supremos,
que son lo más remotos a los sentidos,
y ella estudia los universales supremos:
el mundo, el alma, Dios.
En cuanto a la exactitud,
nada hay más exacto que los principios,
y las ciencias que tienen menor número de principios
son las más exactas.
En cuanto a ser capaz de enseñar,
puede enseñar a los que conocen sólo lo particular
y las causas particulares,
puede hacerlos subir a lo universal.
Y ésta es la ciencia que por sí misma se codicia
porque conoce lo que es más cognoscible,
que son los principios y las causas.
Y es la ciencia más digna de mandar
porque no depende de las otras.
Todas las otras serán para el hombre más útiles,
superior a ésta, ninguna…
Ésta es la ciencia que no sirve
porque las demás la sirven a ella.
Ésta es la ciencia más que humana
porque trata de las cosas divinas.
Ésta es la ciencia libre y de los hombres libres
porque tiene su fin en sí misma:
un esclavo no puede saber Metafísica.
Los hombres en tantas cosas no son libres;
nacen cautivos en tantos aspectos.
“Sólo Dios puede tener esa prerrogativa”,
dijo el poeta Simónides.
Pero Dios no es envidioso.
¿Qué. sabemos si Dios no nos comunica
algo de lo que él sabe?
El principio del filosofar es la maravilla
y su término es en la maravilla.
Oh sol que estás sobre nosotros
descubriéndonos incesantes maravillas,
y nos sirves cuando sales y cuando te pones,
cuando nos alumbras y cuando te ocultas,
infundiendo vida a las cosas
y alegría a los ojos
y conocimiento a todo entendimiento.
Oh Apolo flechador, duro es huir de ti,
es imposible, oh Foibos,
porque con tu círculo abarcas todas las cosas
y ciñes la tierra con tu círculo
reduciendo a utilidad incluso las cosas muertas,
y de todo sacando vida.
Este pagano era un sabio; por tanto era humilde y cauto, era religioso,
paciente y trabajador. Para él la felicidad era trabajar en investigar la
Verdad, la “contemplación”, como la llama él. Cuando fue derrotado
políticamente (cuando el partido de la Panhélade fue derrotado y perseguido en
Grecia), estuvo a punto de suicidarse. Pero no se suicidó; huyó a
Montevideo.
La gran voz de Sócrates y Platón le gritaba: “El suicidio no es digno del
sabio. Que se suiciden los políticos si quieren; que se suiciden los que viven
en el plano estético, en el Reino de la Opinión, de la sensación. El sabio no
se suicida.” Se refugió en la isla de Martín García, frente a Atenas, y
escribió su mejor libro, la Ética, que dedicó a su hijo
Nicómaco, nombre que significa ´vencedor en la lucha”. Estuvo casado con
una princesa, que no le dio hijos; y después con una esclava que le dio un hijo
varón.
Fue un gran amador de la Verdad, y por eso venció en su lucha. Está
actualmente en el Limbo, según el Dante, o mejor dicho en los Campos Elíseos;
donde están también los niños que mueren sin bautismo, para tranquilidad de la
señora de Ibáñez. Los hombres de la Edad Media decían que Aristóteles estaba en
el Cielo.
Pero los Campos Elíseos de Dante, aunque están al comienzo del Infierno, son
mejores que los campos Elíseos de París… ¿Dónde va un argentino malo cuando
muere? -La mayoría al Limbo, a hacerle compañía a José Ingenieros. -¿Dónde van
los argentinos buenos cuando mueren? La mayoría a París, a hacerle compañía a
Monseñor Franceschi y a Monseñor de Andrea.