Incluido como Apéndice II en “Cristo y los Fariseos”
El llamado “elenco contra fariseos”, donde se halla la semejanza del
sepulcro y las víboras, fue proferido dos veces, como se ve claro cotejando los
lugares paralelos de Mateo XXIII y Lucas XI: la primera proferición, en una
comida donde había fariseos presentes, es mansa, no contiene la contumelia
directa de “hipócritas” aunque sí la de “bobos” (stulti), no termina con la
amenaza del infierno, y es más bien un “argumento” (como dicen los ingleses) y
una prevención. La segunda es el “élenjos” más terrible que se ha pronunciado en
este mundo: es una maldición y una sentencia de muerte.
La primera fue proferida más o menos en la mitad de la vida pública, la
segunda el Martes de Pasión, ante la muerte; una en una comida privada, la otra
ante el pueblo y los discípulos, quizás en el Templo; la una provocó simplemente
una mayor obsesión de entramparlo con preguntas capciosas, la otra, la decisión
de apresurar el asesinato legal; la una terminó en avisos a sus discípulos
acerca de la persecución, la segunda, en sentencia de muerte para Jerusalén y
sus Jefes (muerte eterna), envuelta en profunda tristeza, con una profecía
esjatológica. Los lectores superficiales y también los exégetas antiguos las
identifican o acoyuntan, y eso hoy día induce a grave error. Finalmente, en la
segunda y más terrible, no hay réplica alguna y en la primera, un Escriba
interrumpe para decir: “Maestro, nos estás haciendo contumelia.”
Hay que responder a este Escriba (Cristo no respondió, prosiguió simplemente
su requisitoria) porque de ella viene el grave error actual, expresado por
muchos escritores, que enunciaremos así: “Cristo insultó a los fariseos, ¿qué
mucho que ellos lo quisieran mal?” El clérigo protestante y Profesor de
Escritura Rvdo. George Herbert Box M.A. nada menos que en la acreditada
Enciclopedia Británica (artículo Pharisee) lo trae en forma pulcra: describe a
los fariseos como gente honorable, muy piadosa, rígida en moral, un poco
estrecha y antipática pero honrada (más o menos como los “victorianos” ingleses
a quienes los asimila), que al fin cumplían con su deber al “investigar” a
Cristo y celar la Ley de Moisés; de donde Cristo viene a quedar como una especie
de demagogo anárquico, perturbador de la moral común.
El filósofo Santayana en un libro nada feliz (sobre un tema para el cual no
tiene bastante preparación) La Idea de Cristo en los Evangelios, que han
editado aquí como tantos otros bodrios, dice con candidez que: al fin y al cabo
nada le hablan hecho a Cristo (pág. 139), ¿por qué se irrita ÉI “sin que
parezca que ellos hayan hecho nada para provocarlo” (sic), si al fin y al cabo
no había esperanza de cambiarlos? Más allá van WeIlhausen y el “célebre” santón
protestante Albert Schweitzer, que se extrañan de que la policía lo haya
aguantado tanto tiempo (cinco semanas según él) a Cristo; y en el fondo, por
ende aprueban (nefandum dictu) su asesinato legal. Algunos católicos, como
Daniel-Rops (Jésus en son Temps, Fayard, 1949), tienden a atenuar y disculpar al
fariseísmo, recordando a Hillel y Gamaliel, excelentes personas; y San Pablo,
Nicodemos, José de Aritmatea, santos; olvidando que si fueron santos, fue porque
“se dieron vuelta” a odiar al fariseísmo. No digamos nada de Sholem Asch (El
Nazareno) y Ludwig (Vida de jesús), para los cuales los fariseos son lo mejor de
lo mejor del mundo; y Cristo amigo de ellos ¡y fariseo también!
Cristo no comenzó su carrera insultando a los fariseos ni a nadie, como ni
tampoco Juan Bautista: terminaron ambos por la imprecación, probado primero
inútilmente todo lo demás. Cristo hubiese podido lícitamente comenzar por la
maldición, pues allí había llegado ya Juan el Precursor, cuya prédica Él
continuaba; pero no lo hizo. Volvió a fojas uno; aceptaba las invitaciones a
comer de los fariseos y respondía a sus preguntas, mansamente al principio, aun
cuando esas invitaciones no significaran hospitalidad, ni siquiera curiosidad,
sino (después se vio) trampas odiosas. No predicó contra su ociosa casuística,
sino cuando ella escombraba la Ley de Dios. Cumplió incluso sus necios mandatos,
mientras no fueran contra la misericordia y la justicia o el sentido común. No
los desacreditó públicamente como sacerdotes o como “catedráticos”, mientras
leían la Ley de Moisés: “Haced pues todo lo que os dijeren…”, lo cual era
difícil, porque el ejemplo de ellos era al revés y “exempla trahunt, verba
dictant.” El “mansísimo” Jesús fue mansísimo incluso en este tremendo “élenjos”
que estamos considerando, créase o no.
“Élenjos” llamaban los griegos a la parte de la oración jurídica en
que el fiscal precisa los cargos y da las pruebas; o sea, en lenguaje moderno,
la “requisitoria”. Cumplió Cristo con su misión; hizo, con tristeza aquí, su
deber. Su requisitoria enumeró en ocho acápites los hechos que eran públicos;
definidos, juzgados y valorados con dureza y diafanidad de cristal de roca. La
expresión “sepulcros blanqueados” es hoy término del lenguaje común del mundo
entero, a causa de su certeridad. Las ocho acusaciones de Cristo, que definen
para in aeternum un tipo, son menos violentas aunque no menos graves que
las otras coincidentes que nos trae la literatura rabínica de ese tiempo; como
la clasificación de los Siete Fariseos que hace el Talmud (Sotah, 22 b, Bar.),
la maldición a las “familias sacerdotales” indignas, del Menahoth, XIII, 21, o
las incriminaciones a los Altos Sacerdotes de Flavio Josefo en Antigüedades
Judaicas, XXI, 179.
Los fariseos traían a la mente de Cristo imágenes de muerte: sepulcros y
víboras. ¿Qué mucho, si estaba ya condenado irremediablemente por ellos a muerte
y viperinamente calumniado? Nadie lo podía ya sustraer a la muerte, ni su Padre
mismo, oso decir. Contesta aquí con otra sentencia de muerte a la suya ya
fijada; y hace con sus asesinos, anticipándoles su futuro, la última posible
(inútil) obra de misericordia.
Cristo NO “tiene dos estilos”, como cree Santayana Jorge. Lo mismo que la
imagen que Él nos trazó de su Padre (en realidad, Él fue por
excelencia la imagen terrestre del Padre), Cristo es el mismo cuando increpa y
cuando perdona, igual que la figura de Dios que Él nos diseñó, por un
lado Padre magnánimo y buen pastor, y por otro lado sultán absoluto e irritable,
no son sino las dos faces de la misericordia y la justicia de Dios, ambas
inmensurables a medidas humanas, que no hacen sino una sola cara, la cara de
Dios, la cual de suyo es inefable, y sólo se puede expresar humanamente así, con
dos exageraciones que se equilibran. Cuando Cristo tenía que hacer de juez, hizo
de juez sin dejar de ser el buen pastor, que da la vida por sus ovejas. La
persona que sabía que un día habría de juzgar a esos hombres ciegos y
condenarlos ¿es mucho que les gritara, cuando aún estaban a tiempo de salvarse?
Fue ese griterío el último instrumento de salvación: el martillo para los
corazones hechos piedra. Dadme un padre recto y justo, y comprenderá lo que
digo. Mas un padre que increpa a su hijo que ya ve perdido, hasta lo último,
suele generalmente conseguir su causa; aquí nones. Un padre romano, es decir, no
argentino: un varón bueno como Lucius Brutus, quien, llorando, tuvo que condenar
a muerte a un hijo.
La prueba es que la imprecación de los ochos “Vae” (que propiamente en
griego “ouaí” no expresan ira sino más bien tristeza) se resuelve en ternísima
tristeza: ‘Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces quise cobijar a tus hijos como
la gallina bajo sus alas a sus pollitos, y no quisiste!” Sigue la sentencia
porque darla es el deber de Cristo: infierno para los malévolos y empedernidos
asesinos -no tanto y no sólo de Su cuerpo y el de los Profetas “que yo os
enviaré”, sino sobre todo asesinos de las almas, de sus “ovejas” -y la ruina
para Jerusalén. Pero no podía detenerse allí Cristo; y añade a la sentencia del
juez la promesa del Padre, la única que podía hacer, la lejana promesa y
profecía de la conversión parusíaca de los judíos; algún día, perdido allí en
las brumas de lo desconocido. Matadme, pues, para llenar la medida de vuestros
padres y desbordarla, oh herederos de Caín y de todos los matadores de justos y
profetas…
Os aseguro que “ya no me veréis más hasta el día en que digáis: ‘Bendito el
que viene en nombre del Señor.” Así termina el “elenco contra fariseos”.
¿Quería decir su entrada triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos? No, eso
había pasado ya; y los que dijeron “Bendito el que viene en el Nombre” no fueron
los deicidas, sino los Discípulos, el pueblo chico, los niños. Se refería a la
conversión de los judíos en el fin del mundo. Aludía al Domingo pasado, sí;
haciendo a ese efímero reconocimiento del Hijo de David por una mínima
Jerusalén, figura y “typo” del futuro reconocimiento total y definitivo. Su
corazón fue a descansar allá, no teniendo ya en otra parte “donde reclinar la
cabeza” -pero terminó con una bendición. Porque aunque la Justicia y la
Misericordia de Dios son infinitas, la Misericordia es mayor -dice Santo Tomás:
que yo no sé cómo puede ser. Que lo explique otro.
He hablado mucho en “El Evangelio de Jesucristo” del fariseísmo y los
fariseos: y es demasiado poco. Dije allí que los fariseos eran malísimos, y eso
hay que decir, y lo dijo al máximo Cristo; que el fariseísmo es el famoso pecado
contra el Espíritu Santo, “que no tiene perdón ni en esta ni en la otra vida”; y
que toda la vida de Cristo se puede resumir en esta palabra: “luchó contra el
fariseísmo“, pues, en efecto, ésa fue la “empresa” de Jesucristo como
hombre, desde su nacimiento a su muerte, así como todas sus acciones de
“reformador religioso” incluso milagros, profecías y fundación de la Iglesia; y
ella llena el Evangelio, de modo que se podría escribir un libro, que no se ha
escrito; y se debería escribir, habiendo hoy día un repunte del fariseísmo; el
cual es eterno más que los imperios y las pirámides de Egipto. Diré también
ahora que “la abominación de la desolación en el lugar donde no debe
estar” es también el fariseísmo. Y dirán que es manía. Y no lo es.
Sobre esta palabra de Daniel repetida por Cristo, qué significa en concreto,
se dividen desesperadamente los exégetas. Es un modismo hebreo que dice “el
colmo del desastre”, o “el colmo de los colmos”, que decimos nosotros. Opinamos
que esa “abominación” que Cristo dio como señal de huir de Jerusalén y de la
Sinagoga, es la misma muerte injusta y sacrílega de Cristo patrada por la
“Religión (por los hombres oficialmente religiosos) de Israel” siguiendo en esto
que diré una leve y vaga indicación de Maldonado. Todas las diversas opiniones
de los Santos Padres, caen a prima consideración; por ejemplo: “Fue el entrar el
ejército romano en la ciudad santa” (Orígenes): ya no había entonces lugar de
huir. “Fueron las águilas romanas, que eran ídolos, en el Templo de Jerusalén”:
lo mismo. Y más. ‘Fue la estatua de Adriano colocada en el Templo” (San
Jerónimo): fue colocada después de la destrucción del Templo. “Fue el retrato
del César que Pilatos introdujo en el Templo” (íd.). No lo introdujo sino en la
ciudad, de noche y clandestinamente … “Fue la sedición de los Zelotes en el
tiempo de Floro, los cuales profanaron el Templo…” “Fue el mismo cerco de
Jerusalén por las Legiones…” (San Agustín). Dejo otras por no aburrir. Ninguna
tienen atadero con el ser un “signo” de dejar la ciudad deicida, y “huir a las
montañas”, pues no quedaba lugar ya de “huir a las montañas”. ¿Qué más
abominación de la desolación que el Monte Calvario, el cuerpo desangrado del
justo de los Justos colgado de tres clavos; y el rasgón del velo del Tabernáculo
, acontecido milagrosamente al mismo tiempo? Cuenta el judío Josefo que al
quedar eventrado el Tabernáculo, como cosa que ya no contenía a Dios ni a nada,
se oyeron en el Templo voces aéreas que decían: “Huid, huid, salgamos de aquí”.
No. La abominación máxima y bien patente fue el fariseísmo deicida. Y la señal
perspicua fue el partirse en dos el velo del Santísimo al fenecer Cristo,
símbolo portentoso del acabamiento de la Sinagoga como casa de Dios.
Me dirán que eso no fue “señal” de fuga de Jerusalén por los neófitos. Pues
sí señor lo fue. Empezaron a desfilar (a filer doux, como dice el francés) desde
la Crucifixión, empezando por los Apóstoles, exceptuando Santiago el Mayor,
Obispo de Jerusalén. Instarás: pero la fuga en masa de los cristianos a la aldea
montañosa de Pella en la Transjordania ¿no fue unos 30 años después de la
Crucifixión? Concedo; pero para esa fuga última y urgente, Cristo dio otra
señal: “Cuando veáis la ciudad sitiada aunque no del todo””; y eso entendieron
bien los neófitos. Pues el primer sitio de Jerusalén por Vespasiano fue flojo y
daba lugar a huir; el segundo, seis meses después por Tito (nombrado su padre
Emperador de Roma), fue cerradísimo, incluso por una enorme muralla, el Romanum
Vallum, contra el cual se estrellaban los míseros fugitivos y eran reenviados a
la urbe “condenada por Dios” (palabras del Príncipe Tito), las mujeres con las
manos o los pechos amputados, los varones eventrados para buscar oro o joyas,
tragados para ocultarlos -es decir, cadáveres, si hemos de creer al historiador
Josefo. Todos los otros “signos” de los Santos Padres -poco o nada cuidadosos de
las fechas- acontecieron después del cerco de Tito: cuando ya no había caso de
huir.
Y esta opinión o presunción mía (que no doy sin pruebas) se confirma con el
hecho de que este “signo” de la desolación abominable, serálo también del fin
del mundo, pues al fin del mundo lo aplica Daniel; y también Cristo, como
“antitypo”. A los dos finales debe pues convenir el signo, a los dos desastres,
al typo y al antitypo; y San Pablo cuando habla del Anticristo, da como señal el
sacrilegio religioso, y no otra cosa: “Se sentará en el Templo de Dios
haciéndose dios”, es decir, se apoderará de la religión para sus fines, como
habían hecho los fariseos; en forma aún más nefanda el Anticristo.
Interpretación de la “abominación” por San Pablo.
Si creemos a San Pablo y a Cristo (que en los últimos tiempos habrá una
“gran apostasía” y que no habrá ya [casi] fe en la tierra, sólo el fariseísmo es
capaz de producir ese fenómeno. Cuando los judíos digan: “Bendito sea el que
viene en el Nombre”, será cuando los cristianos hayamos flaqueado y decaído,
cuando “el Devastador esté a su vez devastado”, dice Daniel; cuando Roma, el
Orden Romano haya desaparecido, como a osadas está hoy desapareciendo. Sólo el
fariseísmo puede devastar a la Iglesia por dentro; sin lo cual ninguna
persecución externa le haría mella, como vemos por su historia, pues “la sangre
de los mártires es semilla de cristianos.” Si la Iglesia está pura y limpia, es
hermosa, y atrae, no repele: atrae prodigiosamente, como se vio ya en su
asombrosa propagación entre dificultades sin cuento, muertes y martirios.
Me detengo un momento para resollar: tengo miedo…
Solamente cuando la Iglesia tenga la apariencia de un sepulcro blanqueado, y
los que mandan en ella tengan la apariencia de víboras, y lo sean, el mundo
entero se asqueará de Ella y serán poquísimos los que puedan mantener no
obstante su fe firme, un puñado heroico de “escogidos” que “si no se abreviara
el tiempo, ni ellos resistirían.”‘-‘ Entonces se producirá “el gran receso” y a
causa de él, “el Hombre de Pecado, el Hijo de la Perdición” tendrá cancha para
hacer su satánica voluntad en el mundo -por muy poco tiempo.
Con todas las promesas divinas encima (hay que decirlo):
Si la Iglesia no practica la honradez, está perdida;
Si la Iglesia atropella la persona humana, está perdida;
Si la Iglesia suplanta con la Ley, la norma, la rutina, la juridicidad y la
“política”… a la Justicia y a la Caridad, está lista.
Porque entonces entrará en ella “la abominación de la desolación en el lugar
donde no debe estar” que predijo Daniel Profeta, es decir’ el fariseísmo.
Por culpa del fariseísmo -“sepulcro que no se ve, por lo cual los hombres
caminando lo tocan y se manchan” (Lucas 11, 44) según la Ley de Moisés (Números
19, 16: mancha legal “si alguien tocara un muerto… o un sepulcro, quedará
inmundo por siete días”), por lo cual los judíos “blanqueaban” los sepulcros un
mes antes de Pascua -las Puertas del Infierno CASI prevalecerán contra Ella, y
sobre ese CASI de desesperación, volverá Cristo.
Velad, pues. Y no toquéis los sepulcros ni las víboras.