C. S. Lewis
La abolición del hombre
En este pequeño libro, Lewis estudia la ideología que
se encuentra detrás de algunos textos escolares:
al relativismo (en todos los planos, pero sobre todo el
plano ético) opone la cosmovisión del hombre tradicional.Consta de tres capítulos seguido de un apéndice donde
se recopilan ejemplos del Tao (la ley natural) de diversas
culturas y épocas. Acá se presenta el texto completo del
primer capítulo, con pequeños recortes.
La obra ha sido editada recientemente
en español por la editorial Andrés Bello.
1. HOMBRES SIN PECHO
Dudo que prestemos suficiente atención a la importancia que
tienen los textos escolares básicos. Tal es el motivo que me
ha llevado a elegir como punto de partida de estas
conferencias un pequeño libro de lenguaje destinado a
“niños y niñas que cursan sus últimos años de escuela”. No
creo que las intenciones de los autores (había dos) fueran
malas, y les debo, a ellos o a su editor, algún agradecimiento por
haberme enviado un ejemplar de cortesía. Al mismo tiempo,
nada bueno puedo decir de ellos. Y quedamos en una situación bastante
difícil. No quiero poner en ridículo a dos
modestos profesores que hacían lo mejor que podían; pero
tampoco puedo guardar silencio ante lo que creo la
verdadera tendencia de su obra. Por lo tanto, he decidido
ocultar sus nombres. Llamaré Gayo y Tito
a estos dos
señores, y a su obra, El libro verde.
Pero les aseguro que este
libro existe y que lo tengo en mi biblioteca.
En el segundo capítulo, Gayo y Tito citan la conocida historia de
Coleridge en la cascada. Recordemos que había dos turistas
presentes: uno la llamó “sublime” y el otro, “linda”;
y que Coleridge mentalmente aprobó el primer juicio y
rechazó con disgusto el segundo. Gayo y Tito opinan lo siguiente:
“Cuando el hombre dijo Esto es sublime, parecía referirse a la
cascada … En realidad … no estaba hablando de la
cascada, sino de sus propios sentimientos. En efecto, lo que
estaba diciendo en realidad
era Tengo ciertos sentimientos, asocíados en
mi mente a la palabra ‘sublime’…
o más brevemente:
Tengo sentimientos sublímes.
He aquí varios temas bastante profundos, tratados un poco a la
ligera. Pero los autores aún no han terminado. Añaden:
“Esta confusión está siempre presente en el lenguaje, en el uso
habitual que hacemos de él. Parecemos estar diciendo algo muy
importante sobre una cosa y, en realidad, sólo decimos algo sobre
nuestros propios sentimientos“.
Antes de entrar a considerar el verdadero alcance de este
trascendental parrafito (destinado, recordemos, a “los últimos años
escolares”), debemos eliminar una simple confusión en que Gayo y
Tito han caído. Pues incluso desde su propio punto de vista -o desde el
que sea-, el hombre que dice Esto es sublime no puede querer decir
Tengo sentimientos sublimes. Incluso si se concediera que
cualidades como la sublimidad fueran única y simplemente algo
que proyectamos en las cosas desde nuestras propias emociones,
aun así, las emociones que activan la proyección son los correlatos
y, por lo tanto, casi los contrarios, de las cualidades proyectadas.
Los sentimientos que hacen que un hombre califique un objeto
como sublime no son sentimientos sublimes, sino de veneración. Si
se va a reducir Esto es sublime a una declaración sobre los
sentimientos del hablante, la interpretación adecuada sería tengo
sentimientos de humildad. Si Gayo y Tito fueran consecuentes en
aplicar a todo la perspectiva propuesta, llegarían a obvios absurdos.
Se verían obligados a afirmar que la frase Tú eres despreciable
significa Tengo sentimientos despreciables; de hecho, tus
sentimientos son despreciables, vendría a significar
mis sentimientos son despreciables.
Pero no queremos detenernos en esto. Sería injusto para
Gayo y Tito enfatizar lo que sin duda fue una mera
inadvertencia.
El estudiante que lea ese fragmento en
El libro verde creerá dos
proposiciones:
Primero, que todas las frases que contienen un predicado de valor
son afirmaciones o negaciones acerca del estado emocional del
hablante.
Segundo, que todas estas afirmaciones y negaciones carecen
de importancia.
Es cierto que Gayo y Tito no se extienden sobre ello en esa
forma. Sólo se refirieron a un predicado específico de valor
(sublime) como una palabra que describe las emociones del
hablante. Dejan a los alumnos la tarea de aplicar por sí
mismos este análisis a todos los predicados de valor,
y no sitúan obstáculo alguno en su camino que les dificulte
hacerlo. Los autores quizá desean, quizá no, tal
generalización de su enfoque: puede que nunca en su vida se
hayan concedido cinco minutos para pensar seriamente el
problema. No me interesa lo que deseaban, sino el
efecto que su libro inevitablemente tendrá en la mente del
estudiante.
De la misma manera, tampoco han dicho que los juicios de
valor carezcan de importancia. Sus palabras son que
‘Parecemos estar diciendo algo
muy importante’ sobre las cosas, cuando
en realidad, ‘solamente
decimos algo sobre nuestros propios sentimientos’.
Ningún estudiante será capaz de resistirse a la
influencia que puede ejercer sobre él esa palabra ‘solamente’.
Desde luego, no quiero decir que de esta lecturá hará una
inferencia consciente a una teoría filosófica general de que
todos los valores son subjetivos y triviales. El poder mismo
de Gayo y Tito depende de que están tratando con un niño;
un niño que cree estar estudiando su tarea de lenguaje y
que ni siquiera sospecha que la ética, la teología y la política
están en juego.
No le están inculcando una teoría, sino un
supuesto; un supuesto dentro de diez años -ya olvidado su
origen e inconsciente su presencia- lo condicionará para
adoptar una posición determinada en una controversia que
nunca advirtió que fuera tal. Los mismos autores, sospecho,
apenas saben lo que le están haciendo al niño, y éste
tampoco puede saberlo.
Antes de considerar las credenciales filosóficas de la
posición que Gayo y Tito han adoptado acerca del valor,
quisiera presentar los resultados prácticos que dicha posición
tiene en los procedimientos educacionales de los mismos autores.
En el capítulo cuatro, citan un anuncio ridículo de un
crucero de placer y proceden a inocular a sus alumnos contra
ese tipo de redacción. El anuncio nos informa que los que
compren pasajes para este crucero ‘atravesarán el Mar
Occidental donde navegó Drake de Devon’, ‘aventurándose
tras los tesoros de las Indias’, y que también regresarán a
casa con un ‘tesoro’ de ‘momentos dorados’
y de ‘fulgurantes
colores’. Sin duda, es mala forma de escritura: una explotación
trivial de las emociones de asombro y placer que se siente al
visitar lugares vinculados a la historia o la
leyenda.
Si Gayo y Tito hubieran trabajado con seriedad y
enseñaran a sus lectores (como lo prometieron) el arte de la
composición literaria, debían haber comparado este anuncio
con pasajes de grandes escritores en los cuales esta misma
emoción estuviera bien expresada, y luego tendrían que
haber mostrado en qué consistían las diferencias.
Podrían haber usado el famoso fragmento de Johnson, en
Western Islands, que concluye: ‘Poco hay que envidiar en un
hombre cuyo patriotismo no se fortaleciera en la planicie de
Marañón o cuya piedad no aumentara entre las ruinas de
lona’. Podrían haber considerado el pasaje de The Prelude
–‘Peso y poder, poder que crecía con el peso’– donde
Wordsworth. describe esa primera vez que vislumbró la total
antigüedad de Londres. Una lección que presentara dicha
literatura junto al anuncio publicitario, y que realmente
discriminara entre lo bueno y lo malo, habría sido digna de
enseñarse. Habría tenido alguna sangre y savia -los árboles
del conocimiento y de la vida creciendo juntos-. También
habría tenido el mérito de ser una lección de literatura:
un tema sobre el que Gayo y Tito, a pesar del propósito
manifestado, son curiosamente modestos.
Lo que en realidad hacen es indicar que la lujosa motonave
no navegará verdaderamente por donde lo hizo Drake, que
los turistas no tendrán aventuras, que los tesoros con los
cuales regresen serán sólo de naturaleza metafórico, y que un
viaje a Margate podría proporcionar “todo el placer y el
descanso” que requerían.
Todo esto es muy cierto: talentos inferiores a los de Gayo y
Tito habrían bastado para descubrirlo. Lo que no advirtieron,
o no les interesó, es la posibilidad de aplicar un tratamiento
muy similar a mucha buena literatura que se ocupa de la
misma emoción. Después de todo, ¿qué puede añadir, en
lógica pura, la historia del temprano cristianismo británico a
los motivos de piedad tal como se dan en el siglo dieciocho?
¿Por qué la posada de Wordsworth tiene que ser más
cómoda o el aire de Londres más saludable sólo porque
Londres ha existido durante tan largo tiempo? O, si en efecto
hay algún obstáculo que impida que un crítico desacredite
a Johnson y a Wordsworth (y a Lamb, y a Virgilio, y a
Thomas Browne, y a Walter de la Mare) en la misma forma
en que El libro verde
desacredita el anuncio, tampoco Gayo
y Tito dan a sus lectores estudiantes la más mínima ayuda para
que lo descubran.
De este pasaje, el estudiante no aprenderá absolutamente nada
de literatura. Lo que sí aprenderá bastante rápido, y quizá de
manera indeleble, es la creencia de que todas las emociones
provocadas por asociaciones parciales son de suyo contrarias
a la razón y despreciables. No habrá aprendido que existen
dos formas de ser inmunes a anuncios de este tipo; que no
surten ningún efecto ni en los que están por encima de ellos,
ni en los que están por debajo: ni en el hombre
verdaderamente sensible, ni en el mero simio con pantalones
que nunca ha podido concebir el Atlántico como algo mas
que unos millones de toneladas de agua salada fría.
Pues hay dos tipos de hombre a los que ofrecemos en vano falsos
discursos sobre el patriotismo y el honor: uno es el cobarde;
el otro, el hombre honorable y patriota. Nada de esto se
presenta al niño. Por el contrario, se lo alienta a que rechace
la atracción del ‘Mar Occidental’, y ello sobre la peligrosa
base de que, al hacerlo, demostrará que es un conocedor a
quien no se puede estafar. Gayo y Tito, sin enseñarle nada de
letras, han privado a su alma, mucho antes de que esté en
edad de elegir, de la posibilidad de tener algunas
experiencias que pensadores con más autoridad han
estimado generosas, fructíferas y humanas.
Sin embargo, no se trata sólo de Gayo y Tito. En otro librito,
a cuyo autor llamaré Orbilio, se realiza la misma operación y
con el mismo anestésico general. Orbilio elige desacreditar
un fragmento ridículo acerca de caballos, en que se alaba a
estos animales por ser ‘los sirvientes voluntarios’ de los
primeros colonos en Australia. Y cae en la misma trampa
que Gayo y Tito. Nada dice de Ruksh y Sleipnir ni de los
llorosos corceles de Aquiles, ni del caballo de guerra del
Libro de Job -ni siquiera del Hermano Rabito ni de Pedro
Conejo- ni de la piedad prehistórica del hombre por ‘nuestro
hermano el buey’; nada, en fin, de todo lo que ha significado
el trato semiantropomórfico de las bestias en la historia
humana ni de la literatura en que halla expresión noble o
aguda.
Tampoco se refiere a los problemas de la psicología animal
tal como los considera la ciencia. Se conforma con explicar
que los caballos no están, secundum litteram interesados en
la expansión colonial. Esta información es, en realidad, la
única que entrega a sus alumnos. No les explica por qué la
composición es mala, cuando otras, pasibles de la misma
crítica, son buenas. Y mucho menos aprenden de los dos
tipos de hombre que, respectivamente, son impermeables a
este tipo de escritura o pueden ser afectados por ella: el que
de verdad conoce y ama a los caballos, no con ilusiones
antropomórficas, sino con amor común; y el irredimible
imbécil urbano para quien un caballo es sólo un anticuado
medio de transporte. Habrán perdido alguna posibilidad de
encontrar placer en sus propias jacas y perros; habrán
recibido algún incentivo hacia la crueldad o la negligencia; y
se les habrá introducido en la mente algo de la tendencia a
solazarse en su propia astucia. Esa habrá sido su clase de
lenguaje del día, aunque de lenguaje no han aprendido nada.
Se los ha despojado silenciosamente de otra pequeña porción
de la herencia humana antes de que tuvieran edad para
entender.
Hasta ahora, he supuesto que profesores como Gayo y Tito
no comprenden del todo lo que están haciendo ni es su
intención producir las consecuencias de largo alcance que de
hecho producen. Hay, por cierto, otra posibilidad. Lo que he
llamado (suponiéndolos partícipes de un determinado
sistema tradicional de valores) el “simio con pantalones” y el
“imbécil urbano” pueden ser precisamente el tipo de hombre
que de verdad desean producir. Las diferencias entre
nosotros pueden ser completas. Es posible que Gayo y Tito realmente
sostengan que los sentimientos humanos comunes acerca del
pasado, de los animales o de las grandes cataratas son
contrarios a la razón, despreciables, y que se los debería
erradicar. Quizá su intención es borrar los valores
tradicionales y comenzar con un conjunto nuevo. Esta
posición se analizará más adelante. Si tal es la postura que
sostienen Gayo y Tito, debo, por el momento, conformarme
con señalar que es una posición filosófica, y no literaria. Al
incluirla en su libro, han sido injustos con el padre o el
director que compra y obtiene la obra de filósofos
aficionados cuando esperaba la de gramáticos profesionales.
Cualquiera se molestaría si su hijo regresara del dentista con
los dientes intactos y la cabeza atestada de los obiter dicta
del dentista sobre el bimetalismo o la teoría de Bacon.
No obstante, dudo que Gayo y Tito realmente hayan
planificado propagar su filosofía so pretexto de enseñar
literatura. Creo que cayeron en esto por las siguientes razones:
En primer lugar, la crítica literaria es difícil, y lo que en
realidad hacen es mucho más fácil. Explicar por qué un mal
análisis de una emoción humana básica es mala literatura, si
excluimos los ataques que ponen en duda la emoción en sí,
es algo muy difícil. Incluso me parece que A. Richards, el
primero que enfrentó con seriedad el problema de lo malo en
la literatura, fracasó. En cambio, desacreditar la
emoción basándose en un racionalismo trivial, es cosa
que está al alcance de cualquiera.
En segundo lugar, creo que Gayo y Tito, con toda
honestidad, pueden haber comprendido mal la apremiante
necesidad educacional del momento. Ven cómo el mundo en
torno está regido por propaganda emocional, han aprendido
de la tradición que la juventud es sentimental, y concluyen
que lo mejor sería fortalecer la mente de los jóvenes contra
las emociones. Mi propia experiencia de profesor indica lo
contrario.
Por cada alumno que proteger de un leve exceso de
sensibilidad, hay tres que despertar del estupor de la fría
vulgaridad. El deber del educador moderno no es talar
selvas, sino regar desiertos. La defensa adecuada contra los
sentimientos falsos es inculcar sentimientos justos. Si no
alimentamos la sensibilidad de nuestros alumnos, sólo los
convertimos en presa más fácil del propagandista. Pues la
hambrienta naturaleza se vengará, y un corazón duro no es
protección infalible contra una cabeza blanda.
Sin embargo, hay una tercera razón, más profunda, para el
procedimiento que adoptan Gayo y Tito. Pueden estar
dispuestos a admitir que una buena educación debería
construir algunos sentimientos mientras destruye otros.
Pueden intentarlo. Pero es imposible que lo logren. Hagan lo
que hagan, el aspecto destructor de su trabajo, y sólo
él, tendrá efecto realmente. En orden a aprehender
claramente esta necesidad debo, por un momento, hacer una
digresión que me permita mostrar que aquello que se puede
llamar la posición educacional de Gayo y Tito es diferente
de la de todos sus predecesores.
Hasta hace muy poco todos los profesores, e incluso todos
los hombres, creían que el universo era tal que determinadas
reacciones emocionales nuestras podían ser congruentes o
incongruentes con él; creían, de hecho, que los objetos no
sólo recibían, sino que podían merecer nuestra aprobación o
desaprobación, nuestra reverencia o desprecio.
Sin duda,
Coleridge concordaba con el turista que llamó sublime a la
catarata y discrepaba del que la llamó linda porque
pensaba que la naturaleza inanimada era tal que ciertas
respuestas ante ella podían ser más “justas” o “pertinentes”
o “apropiadas” que otras. Y creía (con razón) que los dos
turistas pensaban lo mismo. La intención del que llamó
sublime a la catarata no era simplemente describir sus
propias emociones: también afirmaba que el objeto merecía
estas emociones. Si no fuera por esta afirmación, no habría
nada con qué estar de acuerdo o en desacuerdo. Estar en
desacuerdo con la frase ‘Esto es bello’, si estas palabras sólo
describieran los sentimientos de una persona, sería absurdo: si
hubiera dicho ‘Me siento mal’, Coleridge no habría contestado
‘No; yo me siento bastante bien’.
Shelley asume la misma posición cuando, tras
comparar la sensibilidad humana con
una lira eólica, añade que se diferencia de una lira común
porque posee un poder de ‘ajuste interno’ que le permite
‘acomodar sus cuerdas a los movimientos de aquello que las
toca’. ‘¿Puedes ser un hombre honrado -pregunta Traherne-
a menos que seas justo en otorgar a las cosas la estimación
que les es debida? Todas las cosas se hicieron para ser
nuestras y nosotros para apreciarlas según su valor’.
San Agustín define la virtud como ordo amoris,
la ordenada condición de los afectos en que se le otorga a cada objeto el
tipo y grado de amor que le corresponde.
Aristóteles dice
que el fin de la educación es conseguir que el alumno tenga
predilecciones y aversiones por lo que corresponde: Cuando
llega la edad del pensamiento reflexivo, el alumno que se ha
ejercitado de esta forma en ‘afectos ordenados’ o
‘sentimientos justos’ descubrirá con
facilidad los primeros principios de la ética;
pero el hombre corrupto nunca los podrá ver y no podrá progresar
en esta ciencia.
Platón ya había dicho lo mismo: En un principio, el pequeño animal
humano no tendrá las respuestas exactas. Se le debe ejercitar
para sentir placer, predilección, aversión y odio por las cosas
que realmente son placenteras, agradables, desagradables y
odiosas. En La República, el joven bien educado es el ‘que
vería con mayor claridad cualquier error en trabajos mal
hechos de un hombre o en obras mal terminadas de la
naturaleza; con justa aversión culparía y odiaría lo feo
incluso desde sus primeros años, y haría entusiastas
alabanzas a lo bello, recibiéndolo en el alma y alimentándose
con ello, para convertirse en un hombre de buen corazón.
Todo esto antes de encontrarse en edad de razonar; de modo
que cuando finalmente llegue a él la Razón, entonces,
educado de esta forma, estrechará sus manos para darle la
bienvenida y reconocerla, ya que percibe su afinidad con
ella’.
En el primer hinduísmo, la conducta humana que se
puede llamar buena consiste en la conformidad con (o casi
participación en) la Rta, ese gran ritual o modelo de la
naturaleza y de la sobrenaturaleza, que se revela del mismo
modo en el orden cósmico, en las virtudes morales y en el
ceremonial del templo. Constantemente se identifica la
rectitud, la corrección, el orden, la Rta,
con la satya o la verdad,
la correspondencia con la realidad. Tal como Platón dice que el
bien está más allá de la existencia, y Wordsworth que
por la virtud las estrellas son fuertes, los maestros hindúes dicen
que los dioses mismos nacen de la Rta y la obedecen.
También los chinos hablan de algo grande (lo más grande),
que llaman el Tao. Es la realidad más allá de toda
calificación, el abismo que era antes que el Creador mismo.
Es la Naturaleza, el Camino, el Sendero. Es el Camino por
donde avanza el universo, el Camino de donde todo
eternamente surge, silencioso y tranquilo, al espacio y al
tiempo. También es el Camino que todo hombre debe hollar
imitando esa progresión cósmica y supercósmica,
conformando todas las actividades con ese gran ejemplo.
“En el ritual -dicen las Analectas- se privilegia la armonía con
la Naturaleza”.
De manera similar los antiguos judíos alaban
la Ley por ser ‘verdadera’.
En adelante, y por razones de brevedad, llamaré a todas las
formas de esta concepción -platónica, aristotélica, estoica,
cristiana y oriental- simplemente ‘el Tao’. A muchos,
algunas de sus versiones quizá puedan parecerles extrañas o
incluso mágicas. Pero todas tienen en común algo que no
podemos olvidar:
la doctrina del valor objetivo, la convicción
en que ciertas actitudes son realmente verdaderas, y otras
realmente falsas, respecto de lo que es el universo y somos
nosotros. Los que conocen el Tao pueden sostener que
llamar encantadores a los niños o venerables
a los ancianos
no es sólo registrar un hecho psicológico acerca de
momentáneas emociones parentales o filiales, sino reconocer
una cualidad que nos exige una determinada respuesta,
respondamos o no de este modo. Yo no disfruto de la
compañía de niños pequeños; pero, como hablo desde el
Tao, reconozco esto como un defecto mío, de la misma
forma en que otro hombre puede reconocer que carece de
oído musical o es daltónico.
En esta concepción, nuestras aprobaciones y
desaprobaciones son entonces reconocimientos de valor
objetivo o respuestas a un orden objetivo y, por lo tanto,
los estados emocionales pueden estar en armonía con la razón
(cuando sentimos agrado por lo que se debe aprobar) o
no (cuando advertimos que algo nos debería
producir agrado, pero no lo podemos sentir). Ninguna
emoción es, en sí, un juicio; en este sentido, todas las
emociones y sentimientos son a-lógicos. Pero pueden ser
razonables o irrazonables según estén o no estén de acuerdo
con la Razón. El corazón nunca reemplaza a la cabeza; pero
puede, y debe, obedecerla.
A todo esto es contrario el mundo de El libro verde.
En él, la
posibilidad misma de que un sentimiento sea razonable -o
no razonable- se ha excluido desde el principio.
Pues algo sólo puede ser razonable o no razonable si se conforma o no
con otra cosa. Decir que la catarata es sublime implica decir
que nuestra emoción de humildad es apropiada o se ordena
según la realidad y, de este modo, implica hablar de algo
además de la emoción (como decir que un zapato calza bien
no es hablar sólo de los zapatos, sino también de los pies).
Pero esta referencia a algo más allá de la emoción es lo que
Gayo y Tito excluyen de cada frase que contiene un
predicado de valor. Esas afirmaciones, según ellos, sólo se
refieren a la emoción. Entonces la emoción, considerada por
sí sola, no puede estar de acuerdo o en desacuerdo con la
Razón. Es irracional; no como lo es un paralogismo, sino
como lo es un hecho físico: ni siquiera se eleva a la dignidad
de error. Desde esta perspectiva,
el mundo de los hechos, sin indicio alguno de valor,
y
el mundo de los sentimientos, sin
indicio alguno de verdad o falsedad, justicia o injusticia, se
enfrentan, y ningún encuentro es posible.
Por lo tanto, el problema educacional es totalmente distinto según
se esté dentro o fuera del Tao.
Para los que estén dentro, la tarea consiste en ejercitar en el alumno
aquellas respuestas que son de por sí apropiadas, sin importar si
alguien las está o no las está dando; ejercitar precisamente aquellas
respuestas en cuyo ejercicio consiste la naturaleza del hombre.
Los que están fuera, si son lógicos, deben considerar que todos los
sentimientos son igualmente no racionales, meras nieblas entre
nosotros y los objetos reales. Como resultado, deben decidir
eliminar cuanto sea posible los sentimientos de la mente del
alumno; o inculcar ciertos sentimientos por razones que no tienen
relación alguna con su ‘Justicia’ o ‘pertinencia intrínseca’. Este
último camino los compromete en la dudosa tarea de crear en
otros por ‘sugerencia’ o por conjuro, un espejismo que su propia
razón ya ha disipado.
Quizá esto quede más claro si consideramos un caso concreto.
Cuando un padre romano le decía a su hijo que era dulce y
apropiado (dulce et decorum)
morir por la patria, creía en lo que
decía. Le comunicaba a su hijo una emoción que él compartía, y
que creía estaba de acuerdo con el valor que su juicio discernía en
una muerte noble. Le daba a su hijo lo mejor que tenía, dándole de
su espíritu para humanizarlo como le había dado de su cuerpo para
engendrarlo. Pero Gayo y Tito no pueden creer que al llamar dulce
y apropiada a esta muerte se esté diciendo ‘algo importante acerca
de algo‘. Su propio método de crítica se volvería en su contra si lo
intentaran. Pues la muerte no es algo que se come y, por lo tanto,
no puede ser dulce en sentido literal, como también es muy
improbable que las sensaciones reales que la preceden sean dulces,
ni siquiera por analogía. Y en cuanto al decorum -aquello que es
apropiado-, es sólo una palabra que describe lo que otras personas
sentirán acerca de nuestra muerte cuando piensen en ella, lo que no
ocurrirá a menudo y, sin duda, no nos hará ningún bien. Sólo
quedan dos caminos disponibles para Gayo y Tito:
O bien deben llegar
hasta el final y desacreditar este sentimiento como lo hacen con
cualquier otro. O bien deben empeñarse en producir, desde fuera,
un sentimiento que, careciendo de valor para el alumno, puede
costarle la vida, y ello porque a nosotros (los sobrevivientes) nos es
útil que los jóvenes lo sientan.
Si toman este segundo camino, la diferencia
entre la antigua y la nueva educación será importante. Donde
la antigua educación iniciaba, la nueva
solamente condiciona. La antigua trataba a
los alumnos como los pájaros adultos tratan a sus polluelos
cuando les enseñan a volar; la nueva, más bien como un
avicultor trata a los polluelos, criándolos para tal o cual
propósito del que los pájaros nada saben. En síntesis, la
antigua era una especie de propagación -hombres
transmitiendo humanidad a otros hombres-; la nueva, sólo
propaganda.
Habla a favor de Gayo y Tito el que adopten la primera
alternativa. Ellos abominan de la propaganda; no porque su
propia filosofía permita condenarla (o condenar cualquier
otra cosa), sino porque son mejores que sus principios. Es
probable que sospechen vagamente (lo examinaré en mi
próxima conferencia) que, si llegara a ser necesario, podrían
ponderar ante los alumnos el coraje y la buena fe y la justicia
sobre la base de lo que llamarían fundamentos “racionales”,
“biológicos” o “modernos”. Mientras tanto, dejan pendiente
el tema … continúan desmitificando.
No obstante, este camino, aunque no tan inhumano, no es
menos desastroso que la alternativa de la propaganda cínica.
Supongamos por un instante que las virtudes más arduas
puedan en verdad justificarse teóricamente sin recurrir al
valor objetivo. Sigue siendo verdadero que ninguna
justificación de la virtud capacita a un hombre para ser
virtuoso. Sin la ayuda del entrenamiento de las emociones, el
intelecto carece de poder frente al organismo animal.
Yo preferiría jugar a las cartas con un hombre escéptico acerca
de la ética, pero educado para creer que “un caballero no
hace trampa”, que con un filósofo moral intachable que ha
crecido entre estafadores. En una batalla, los silogismos no
son lo que mantiene firmes músculos y nervios durante la
tercera hora de bombardeo: más útil resulta el sentimentalismo
más crudo (del tipo que Gayo y Tito abominan) en
relación con una bandera, un país o un regimiento. Platón
nos lo dijo hace mucho tiempo. Así como el rey gobierna
mediante su ejecutivo, la Razón en el hombre debe gobernar
los meros apetitos mediante el “vigoroso elemento”.
La
cabeza domina el estómago a través del pecho -el asiento,
como Alanus nos dice, de la Magnanimidad, de las
emociones organizadas por el hábito en sentimientos
estables-. El Pecho, la Magnanimidad, el Sentimiento: éstos
son los indispensables oficiales de enlace entre el hombre
cerebral y el visceral. Se puede decir, incluso, que es por
este elemento intermedio que el hombre es hombre, ya que
por su intelecto es un mero espíritu, y un mero animal por su
apetito.
El efecto de El libro verde
y otros de su género es producir
lo que se puede llamar hombres sin pecho. Es una atrocidad
que habitualmente se les llame intelectuales. Esto les
permite decir que quien los ataca, también ataca la
inteligencia. No es así. No se distinguen de otros hombres
por una habilidad especial para descubrir la verdad ni por un
ardor virginal para buscarla. En realidad sería extraño que
así fuera: la devoción perseverante por la verdad y el sentido
del honor intelectual no se pueden mantener por mucho
tiempo sin la ayuda de un sentimiento que Gayo y Tito podrían desacreditar con la misma facilidad con que denigran
cualquier otro.
No se destacan por un exceso de
pensamiento, sino por defecto de emoción fértil y generosa.
Sus cabezas no son más grandes que lo normal: la atrofia del
pecho las hace parecer así.
Y todo el tiempo -tal es la tragicomedia de nuestra
situación- seguimos clamando precisamente por aquellas
cualidades que tornamos imposibles. No se puede abrir un
periódico sin encontrar la afirmación de que lo que nuestra
civilización necesita es más “impulso” o dinamismo o
autosacrificio, o “creatividad”. Con una especie de atroz
simplismo, extirpamos el órgano y exigimos la función.
Formamos hombres sin pecho, y esperamos de ellos virtud y
arrojo. Nos burlamos del honor, y después nos
sorprende descubrir traidores entre nosotros. Castramos,
y esperamos fertilidad.